El grabado nos ofrece siempre un reencuentro con una disciplina artística antigua y noble que se resiste a desprenderse de la corriente habitual de la vida. Se sabe que algunas de sus técnicas de impresión se remontan a la cultura sumeria, y con su insistencia en recrear elementos básicos (líneas, manchas, texturas) y su engañosa modestia, y acaso también por su relación estrecha en otros tiempos con los libros, este arte resalta la dignidad del oficio y sus productos se nos presentan transparentes en el ámbito cotidiano.
A pesar del virtuosismo de varios maestros del pasado que eran capaces de recrear detalles sin el empleo de pinceles ni óleo con una minuciosidad que pareciera milagrosa, por lo común los grabados no aparentan ser creaciones de una vocación inusual ni fantasías de una actividad esotérica.
Son productos que sentimos cotidianos, amables en su, insisto, aparente sencillez. O al menos todo eso parece ser cierto en el trabajo del maestro Enrique Espinoza Pinales, quien nos ofrece en esta ocasión una serie de obras que se nutren de sobre todo de formas geométricas y motivos animales y vegetales, formando un paisaje delicioso de ritmos orgánicos, formas rotundas y múltiples texturas.
Percibo en esta muestra del trabajo de Enrique Espinoza Pinales una mayor decantación del estilo que nos había presentado anteriormente.
Aquí el artista se siente más seguro y ejecuta con mayor limpieza y concisión algunos de sus temas predilectos. Lo lúdico se despliega en el gozo de articular los matices de colores y las texturas, aunque ese elemento juguetón nunca relega a segundo plano la preocupación del artista por el equilibrio de los elementos y la sobriedad del conjunto. Lo suyo no es una búsqueda desafinada de la “autoexpresión”.
Las composiciones se resuelven por lo general en primer plano con líneas muy definidas y manchas rotundas, mientras que en segundo plano pululan diversas texturas que consiguen fundirse de manera justa con los objetos y figuras que se representan. El predominio de ocres y verdes acentúa aún más estas imágenes de un mundo arcaico y esencial de tierra, piedras, sol, hojas y reptiles.
Otro rasgo llamativo de estas obras es su estilo inconfundiblemente mexicano.
Percibimos en ellas la admiración y gran conocimiento que este maestro sonorense tiene del arte popular de su país.
Pero de ninguna manera su carácter mexicano lo es de manera fácil o estridente. Su trabajo aspira a identificarse con cierta estética de la manera acaso más genuina, es decir, sin proponérselo.
En eso es como el paisaje mismo, que bien puede parecernos “muy nuestro”, y que en un sentido lo es. Pero no olvidemos que los árboles y las montañas nada saben de patrias ni banderas.
Se sabe que en la naturaleza abundan las geometrías y reiteraciones, y de esos fenómenos se vale nuestro artista para desarrollar sus temas.
Por todas partes aparecen motivos que se multiplican de manera orgánica para producir diversos cuerpos y figuras. Incluso sus composiciones más abstractas tienen un
sabor mineral, de cuerpos arraigados en la tierra, en las plantas y en las pieles que reverberan al sol y difunden su silencio sin seguir más ritmo que el suyo propio, todo en continuidad con la sagrada disciplina de la naturaleza.
Con ello se nos invita a la contemplación sosegada de los procesos más elementales de los que ha surgido la vida y de los cuales, como se ve, se sigue nutriendo el arte. Y quizá en ello estribe el motivo mayor de gozo que nos ofrecen estas bellas creaciones.