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¿Educación moral posmoderna?

Héctor Islas Asaïz
Sábado 17 de Septiembre de 2011
 

¿Qué tipo de competencias morales se supone que debemos fomentar en los estudiantes de una sociedad posmoderna?

Con ello me refiero a una sociedad que se caracteriza, entre otras cosas, por su diversidad, relativismo y hedonismo, en contraste con una cultura moderna, aparentemente en vías de extinción, basada en la confianza en los grandes proyectos, la racionalidad y la emancipación de la humanidad. Una sociedad en la que lo que creíamos saber sobre moralidad es puesto en tela de juicio.

Si anteriormente podíamos tratar de comprender nuestras acciones morales diciendo, por ejemplo, que son acciones universales, razonadas, basadas en principios y válidas eternamente, hoy se nos pide que intentemos concebirlas como sucesos particulares, inciertos, espontáneos y de corta duración.

A la idea de fundamentar los valores en una teoría y construir con ellos proyectos globales de vida la sustituye la tendencia a cambiar las justificaciones racionales por nuestros impulsos inmediatos, la opinión de la mayoría o el cinismo, y los valores se instrumentalizan para dejar de ser motivos de desarrollo humano y convertirse en barreras contra la intrusión de los otros; muy útiles para llevar la fiesta en paz.

Esta ausencia de un fundamento axiológico y el estancamiento del discurso escolar sobre la moral muestran una fisura entre la acción educativa y la cultura, una precaria circunstancia que Alain Finkielkraut resumió al decir que hoy tenemos una escuela moderna con alumnos posmodernos.

La noción de autonomía

Y para entender esta situación hay que recordar un poco a Immanuel Kant, el padre filosófico de la moral moderna, y su concepto de autonomía.
La autonomía es la independencia de la voluntad de un individuo de todo deseo o influencia externa y su capacidad para determinarse conforme a una ley propia, que es la ley de la razón.

 Es condición de posibilidad de la moralidad, y únicamente tiene sentido si suponemos que somos libres. Es decir, quien no es libre no puede ser moral, porque sólo será una especie de marioneta de los dictados de otros o de sus propios impulsos irracionales.

Si yo me comporto según las normas morales para evitar un castigo o ganarme una recompensa, porque me agrada, por hacerles caso a mis padres o a Dios o por cualquier otro motivo que no sea por elección libre y racional, no soy, según Kant, un sujeto moral.

Podemos estar de acuerdo o no con Kant en cuanto a su caracterización de la autonomía, pero lo que es innegable es que hay que tenerlo presente para entender qué ocurre hoy con ese concepto —y en particular, como me interesa aquí, en el contexto de la educación moral.

El problema consiste en que hoy enseñamos a nuestros estudiantes a ser autónomos y que no hay moral sin autonomía, pero al hacerlo echamos mano de un concepto de autonomía que justamente ha perdido su conexión con la moralidad.

Quizás me pueda explicar si traigo a escena un rasgo importante de la autonomía, y que es de la universalidad.

Para Kant, la voluntad libre no puede elegir cualquier ley para ser moral, sino sólo las leyes morales que puedan universalizarse, es decir, ser válidas para todos. Esta idea garantizaba un lazo entre la elección libre y la racionalidad. Si elijo una norma por capricho o por temor, elijo por egoísmo o por prudencia, pero no moralmente. Sólo la elección racional es moral.

Pues bien, hoy parece que no vemos una conexión ineludible entre nuestras razones y el bien. Tampoco pensamos que la autonomía nos viene dada por alguna segunda naturaleza metafísica y más bien la concebimos como un proceso de construcción, algo que cada quien debe esforzarse por alcanzar por sus propios medios.

De acuerdo con Zygmunt Bauman, en una cultura posmoderna la individualidad es la tarea que la propia sociedad fija para sus miembros, y esa individualidad «representa, sobre todo, la autonomía de la persona que, a su vez, es vista al mismo tiempo como el derecho y el deber de ésta». Según este pensador, la afirmación «soy un individuo» significa ante todo que yo soy el único responsable de mis virtudes y de mis fallos, y que es tarea mía cultivar las primeras y arrepentirme de las segundas.

Cada uno se siente compelido a buscar ser original y forjarse su propio talante moral. Los educadores morales se ven reducidos a ser meros acompañantes en este proceso de autoconstrucción que echan porras a quienes consiguen organizar su personalidad en torno a algún conjunto de valores vigentes y abuchean a quienes fracasan en ese intento.

Ya no decimos a nuestros alumnos «sean así o asá», sino, simplemente, a cada uno le decimos «sé tú mismo».
En el contexto escolar actual, esos llamados a la autenticidad sólo pueden interpretarse, como escuchamos tantas veces en las aulas, con frases como «los valores son de cada quien», «fulano tiene sus propios valores» o, abusando de una jerga pedagógica también muy de moda, «los valores los construye cada sujeto».

 Y también la tesis «Todo individuo tiene derecho a elaborar racional y reflexivamente sus propios criterios éticos» debe considerarse, sin una idea medianamente robusta de razón o un discurso social compartido, mal planteada o por lo menos incompleta.

Todo esto es compatible desde luego con la ética de los jóvenes (y adultos) light, basada (en el mejor de los casos) en la estadística y las encuestas; armada sobre convicciones sin fuerza. La felicidad desde esta perspectiva se identifica con el bienestar: un buen nivel de vida y ausencia de molestias físicas o problemas importantes.

En nuestros estudiantes domina la frivolidad; no tienen inquietudes culturales y en lo intelectual sólo buscan aquello que tiene relación inmediata con su vida profesional (y aquí resuena la penosa pregunta que todos enfrentamos en el aula «Maestro, ¿y eso para qué me va a servir?»). Manifiestan preocupación e incluso impugnan algunos aspectos de su sociedad, pero su rechazo lo ejercen «desde la distancia», sin compromisos y refugiándose en el consumo, en el que se ha consolidado incluso un fuerte «mercado de la contracultura».

En la época posmoderna, el ambiente moral se caracteriza por las dudas sobre uno mismo, la pérdida de confianza, el cinismo o el mero desprecio por el esfuerzo de pensar en la vida humana de una forma que no sea la más superficial posible.


Para Kant la Ilustración se definía como la liberación del hombre de su culpable incapacidad para servirse de su inteligencia sin la guía de otro, y resumía su orientación con la consigna «¡Atrévete a saber!» Pues bien, Si los críticos de la modernidad tienen algo de razón, hemos pasado del ¡Sapere aude! ilustrado al «Sé tu mismo, toma Pepsi», sin apenas darnos cuenta.

El «desarrollo de la autonomía»
Que la autonomía es un concepto central en la educación moral contemporánea lo revela el examen más distraído de las perspectivas teóricas actuales sobre el tema y los contenidos de cursos, currículos y declaraciones de los objetivos y la misión de las más diversas escuelas y universidades.

 Por citar un caso concreto, el Manual de formación cívica y ética para las secundarias públicas de nuestro país menciona la necesidad de «centrar» la educación en valores en el «desarrollo de la autonomía».

Y la definición misma del concepto que ofrece este manual nos ayuda a entender lo que trato de explicar: «autonomía» es ahí «la capacidad de las personas para elegir libremente entre diversas opciones de valor con referencia a principios éticos identificados con los derechos humanos y la democracia».

La acotación que se añade a la definición es importante, qué duda cabe. Sólo que revela también la disociación de que hablo entre autonomía y contenidos morales específicos, pues cada vez que escribimos sobre el tema o les explicamos a nuestros alumnos el concepto nos sentimos obligados a agregar que la autonomía hay que ejercerla siempre y cuando «se respete a los demás», «no se violen los derechos de los otros» o incluso siempre y cuando «no se confunda con el egoísmo».

Esto es, siempre y cuando sea «moral». Pero el hecho de que se pueda confundir con tanta facilidad con el egoísmo es señal de un equívoco profundo. Desde esta perspectiva, la autonomía no es ya condición suficiente de moralidad, y ello debería por lo menos hacernos reflexionar sobre el papel que se le concede como el concepto «central» de la enseñanza moral.

Agreguemos para completar este panorama los «valores del éxito» que se enseñan en las escuelas privadas y que ahora las escuelas públicas buscan como supuesto remedio para los males que las aquejan. Hoy se busca formar a los jóvenes en las virtudes de la competitividad, la eficiencia, el procesamiento de información «útil» y la capacidad de resolver problemas en un contexto cambiante.

En función de ello se define la «excelencia educativa». Se trata de una filosofía educativa que define el sentido de la vida básicamente por la superación personal, el vencimiento de los obstáculos, el desarrollo de las capacidades para producir dinero y triunfar ante la competencia. Es la filosofía del ganador, fundada en la autoestima, la dinámica del perfeccionamiento continuo y la capacidad para salir avante en situaciones difíciles.

Es sin duda esencial promover la autoestima de niños y jóvenes, qué duda cabe. Pero fomentar de manera exclusiva esta tendencia como si fuera la dinámica central de la persona, proponer el éxito individual como meta suprema (y encima reducirlo al logro de bienes materiales) es una simplificación de nuestra vida. Como acertadamente nos recuerda el investigador Latapí Sarré:

La existencia humana no es plenamente inteligible ni analizable ni sintetizable. Si se pierde de vista que somos seres vulnerables y paradójicos, nos salimos de la realidad.

La madurez humana se construye de otra manera, a través de la materia prima de nuestros dolores, en la creciente conciencia de nuestra indigencia radical, necesitados de los demás y compartiendo con ellos nuestras experiencias: Esto significa que somos muchas veces perdedores al lado de otros perdedores y que crecemos junto con ellos en la medida en que compartimos una misma vulnerabilidad.

¿Qué queda entonces de la autonomía? ¿Hay que dejar de enseñarla en las escuelas? Permítaseme algunas vaguedades sobre el asunto. La autodeterminación de las personas es un aspecto de lo que suele incluirse en las caracterizaciones de la autonomía individual.

Para comprender la importancia que se le concede a esta cualidad, debemos tratar de responder a la pregunta de por qué las personas se interesan por tomar por sí mismas decisiones sobre su vida pues, después de todo, constantemente apelamos a distintas autoridades para conducirnos en la vida, entre las cuales las autoridades intelectuales, médicas, nuestros padres, psicólogos y abogados son de los más comunes.

 Una razón de por qué ello es así tiene que ver otra vez con la creencia común de que un individuo es el mejor juez de su propio bien. Aplicado al ámbito de la autodeterminación, este rasgo implicaría que la autodeterminación individual tendría un valor instrumental para promover el bienestar individual, por lo menos en la mayoría de las veces en que se ejercita.

El conocimiento de las personas de sus propios valores y propósitos alienta la opinión de que si dejamos a cada quien decidir sobre los asuntos que afectan su bienestar estaremos maximizando las posibilidades de que los cursos de acción que adopten promuevan ese bienestar.

Sin embargo, existe una razón más importante para explicar el deseo de las personas de tomar decisiones por sí mismas que es independiente del hecho de que crean que siempre, o que muchas veces, estén en la mejor posición para tomarlas. Y es que guiarnos en nuestra vida por una idea del bien tiene siempre un valor que va más allá de lo instrumental, más allá del razonamiento basado en medios y fines. Deseamos tomar decisiones por nosotros mismos porque también deseamos satisfacer nuestra capacidad de autoevaluarnos, de considerar qué motivaciones queremos tener y qué tipo de personas anhelamos ser.

Este ideal se encuentra en la base de una concepción de autonomía defendida por muchos teóricos recientes, que suele llamarse la teoría jerárquica de la autonomía. Según estos pensadores, la autonomía es un deseo de segundo orden, una forma que tenemos de aceptar o rechazar nuestros deseos y propósitos. Así que el valor que le concedemos a la autodeterminación no se basa necesariamente en la promoción de nuestro propio bienestar.

A veces deseamos tomar decisiones por nosotros mismos aunque sepamos que existen otros que tienen mejores elementos para emitir un fallo más adecuado. Esto puede generar un conflicto entre los valores de la autodeterminación y el bienestar personal, pues es perfectamente posible que un individuo maduro decida de manera que afecte su bienestar.

Creo que la cualidad que acabo de esbozar de la autonomía puede respaldarse con buenas razones y que el ambiente cultural no es (aún) abiertamente hostil a su acogida.

Pero me interesa mencionar por último algo que considero mucho más importante. Se trata de un asunto muy amplio que no podría abordar como se debe en este escrito. No tenemos que ni debemos sucumbir al desencanto de la cultura posmoderna. Pero ello no implica dejar de ser críticos ante la modernidad y sus proyectos.

Y en mi opinión, no creo que haya crítica más pertinente (e incluso urgente) de la cultura moderna que la que señala que el proceso de deshumanización que conduce al crimen y a la injusticia sigue desarrollándose en muchos elementos de las sociedades posmodernas.

Me parece que una moral posmoderna, o «moderna crítica» o como se la quiera llamar puede encontrar en la diversidad y el debilitamiento del concepto de autonomía una buena oportunidad para reponer un concepto de heteronomía, e incluso para reivindicar ese concepto como fundante y precedente de la autonomía. Una moral que cuestione nuestra autonomía, que descentre el sujeto y haga prevalecer la responsabilidad por los otros sobre la libertad negativa. Y, sobre todo, retomando las palabras de Latapí Sarré, una moral que sea conciente de nuestra indigencia radical y que no pretenda que la existencia humana es plenamente comprensible o sintetizable.

La moral moderna y su herencia fragmentada nos presenta una imagen del «otro» como alguien que debemos respetar en la medida en que es como nosotros: comparte nuestra humanidad, posee autonomía como nosotros, derechos como uno, etc.


Incluso la «empatía», también muy mencionada en la educación moral de hoy, se caracteriza comúnmente como una cualidad activa del sujeto autónomo, quien es capaz de abandonar su perspectiva y adoptar la del otro.

 Pero la heteronomía del otro, la alteridad absoluta del otro implicaría aquí una moral no condicional o contractualista, sino imperativa e incondicional; no confiada en la razón y la empatía sino una que se rinde ante la mirada del otro y que, antes que la empatía, exige la escucha del otro.

 La autonomía no será entonces condición de posibilidad de la moral; será la heteronomía la que nos desafiará a ejercer nuestra libertad: el reconocimiento del otro, del valor, de aquello que no podemos instrumentalizar.

Decía E. Levinas que  «El Otro es más allá y antes de toda relación». Y pienso que algo similar debe ocurrir en cualquier apreciación de valores en otros campos, como la estética y la religión. Sin una capacidad de contemplación no posesiva de lo que es valioso no somos capaces verdaderamente de percibir ningún valor.

 

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