La reina del pop reclamó anoche su trono, ante la mirada pasmada de una audiencia de 115 millones de espectadores. Cuando apareció en escena, en el intermedio de la Super Bowl, las expectativas eran muy altas. Al fin y al cabo se trataba de Madonna, famosa por no ser la mejor cantante, ni la mejor bailarina, ni la mejor actriz; pero sí la mejor en algo tan americano como es el show business, el negocio del espectáculo. No defraudó.
A sus 53 años, Madonna le dio una lección ayer a todas las que vinieron después de ella, desde Kylie Minogue a Lady Gaga. Apareció en el escenario en una carreta-escenario, de la que tiraban decenas de musculados soldados romanos, tapada por unas palmas doradas. Cuando éstas se abrieron, al ritmo del sencillo Vogue, Madonna, mitad Nefertiti y mitad Cleopatra, se transfiguró en la encarnación más kitsch de su carrera: tocada por una aparatosa corona, ataviada con un cingulum (el cinturón de guerra romano) y cubierta de lamé dortado, presentándose como diosa y patrona del espectáculo.
Era de justicia que lo hiciera en el programa televisivo más visto del año en Estados Unidos, el de la retransmisión de la Super Bowl. Madonna es quien es gracias a la televisión. No sería nadie si en 1984 no hubiera aparecido en los premios de la cadena MTV cantando Like a virgin, que en español viene a significar “como una virgen”, vestida de novia, dando revolcones por el suelo.
Tampoco estaría donde está, con una fortuna estimada de más de 300 millones de dólares, si no hubiera armado escándalos como el de acompañar la canción Like a prayer, en 1989, de dos vídeos televisivos: uno que era un anuncio para Pepsi y otro en el que se besaba con un santo de raza negra, para enfado de católicos de todo el mundo. Entonces Pepsi dio por acabada su colaboración con la cantante, a la que le había pagado cinco millones de dólares de la época. Aquel fue el principio de una tortuosa relación de Madonna con el Vaticano y con las élites conservadoras y religiosas de su propio país, plagada de provocaciones y escándalos.
Pero lo que en 1989 no valió para vender refrescos fue totalmente apropiado anoche para anunciar neumáticos (el intermedio musical lo patrocinaba la casa Bridgestone). Madonna le cantó a América a la cara Like a prayer, como revancha, 23 años después, acompañada de un multitudinario coro gospel. La acompañaba el cantante Ce Lo Green, cubierto con una túnica de lentejuelas que hubiera hecho las delicias de Cher. Así cerró de hecho Madonna el breve concierto de cuatro canciones, asumiendo que lo que el país entero quería ver era la Madonna vintage, la de Vogue y la de Like a prayer, y el resto quedó en medio.
Para lo que ha sido Madonna hasta hace sólo unos años, la discreción de su vestuario fue sorprendente. Llevaba botas altas y una ajustado vestido de color negro, con distintos accesorios para cada canción. En 2008, durante los días de su última separación, en que se hallaba de gira promocionando su álbum Hard candy, su entonces marido, Guy Ritchie, la criticó por aparecer en escena llevando sólo ropa interior.
Ayer no hubo nada de eso. La única indulgencia fue la de su último single, Give me all your luvin, que cantó junto a sus dos nuevas protegidas, Micki Minaj y MIA, agitando pompones como si fuera una quinceañera. Era de rigor, dado que la semana pasada presentó el mencionado single y el mes que viene pone a la venta nuevo álbum, MDNA.
Desde que en el año 2000 comercializara el álbum Music, Madonna es experta en el autohomenaje. Se diría que vive de ello desde entonces. No hay gira en la que no cante una canción a la que le sobrepone imágenes de su pasado, desde su primer vídeo, Burning up, a aquel que sea el último. En un punto máximo de narcisismo, en su gira de 2008 llegó a besarse con una bailarina disfrazada de una versión anterior de sí misma (de la época de Like a virgin) mientras cantaba Shes not me ("ella no es como yo").
Teniendo en cuenta esa tendencia, lo de anoche era un éxito cantado. A Madonna sólo le bastaba colocar tres canciones que hayan sido número uno, su nuevo single, y rodearse de bailarines. Pero la reina del pop decidió ir más allá. Montó un escenario de una complejidad y riqueza como se recuerdan pocos en la Super Bowl. Se hizo rodear de todo un quien es quien de la escena pop norteamericana de hoy en día, como son Minaj, MIA, Green y LMFAO, y no tuvo ningún reparo en mezclar samples de otras canciones de éxito de esos artistas, como I am sexy and I know it.
Quedó confirmado, con su actuación, que Madonna a los 53 está tan en forma como nunca. Sus años de pilates, yoga y baile siguen dando sus frutos. Gaga no puede moverse con esa agilidad. Cabrioleó como cualquiera de sus bailarines, con tacones de vértigo, trotando y dando volteretas con un escenario en cambio permanente. Cantar, no cantó mucho. La mayoría, si no la totalidad, del espectáculo fue un gran playback. A aquellos que estaban viendo la Super Bowl no pareció importarles. Al fin y al cabo estaban viendo a Madonna y Madonna es, antes que nada, espectáculo. Lo de cantar, en su caso, es secundario.