Antes de empezar, solo quería recordar a Gabriel García Márquez.
Antes de Gabriel García Márquez, nuestro querido Gabo como lo llamó ayer el rey de España en el almuerzo, antes éramos los condenados de la Tierra, término que acuñó Frantz Fanon al referirse a los países del llamado tercer mundo, pero con sus Cien años de Soledad, García Márquez le dio alas a América Latina y ese ese gran vuelo el que hoy nos vuelve, nos levanta y hace que nos crezcan flores en la cabeza.
Soy la cuarta mujer en recibir el Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres son treinta y cinco.) María Zambrano fue la primera y los mexicanos la consideramos nuestra porque debido a la Guerra Civil Española vivió en México y enseñó en la Universidad Nicolaíta en Morelia, Michoacán.
Simone Weil, la filósofa francesa, escribió que echar raíces es quizá la necesidad más apremiante del alma humana. En María Zambrano, el exilio fue una herida sin cura, que la convirtió en una exiliada de todo menos de su escritura.
La más joven de todas las poetas de América Latina en la primera mitad del siglo XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en recibir el Cervantes, fue amiga de García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a Gabriela Mistral y a Juan Ramón Jiménez. Años más tarde, cuando le sugirieron que abandonara la Cuba revolucionaria respondió que cómo iba a marcharse si Cuba era una invención de su familia.
A Ana María Matute, la conocí en El Escorial en 2003. Hermosa y descreída, sentí afinidad con su obsesión por la infancia y su imaginario riquísimo y feroz.
María, Dulce María y Ana María, las tres Marías, zarandeadas por sus circunstancias, no tuvieron santo a quién encomendarse y sin embargo, hoy por hoy son las mujeres de Cervantes, al igual que Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y Constanza. A diferencia de ellas, muchos dioses me han protegido porque en México hay un dios bajo cada piedra, un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede equivocarse.
Del otro lado del océano, en el siglo XVII, la monja jerónima Sor Juana Inés de la Cruz supo desde el primer momento que la única batalla que vale la pena es la del conocimiento. Con mucha razón José Emilio Pacheco la definió: “Sor Juana es la llama trémula en la noche de piedra del virreinato”.
Su respuesta a Sor Filotea de la Cruz es una defensa liberadora, el primer alegato de una intelectual sobre quien se ejerce la censura. En la literatura no existe otra mujer que al observar el eclipse lunar del 22 de diciembre de 1684 haya ensayado una explicación del origen del universo. Ella lo hizo en 975 versos de su poema Primero sueño.
Dante tuvo la mano de Virgilio para bajar al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió sola y al igual que Galileo y Giordano Bruno fue castigada por amar la ciencia y reprendida por prelados que le eran harto inferiores.
Sor Juana contaba con telescopios, astrolabios y compases para su búsqueda cientifica. También dentro de la cultura de la pobreza se atesoran bienes inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de mi novela, una novela testimonio, Hasta no verte Jesús mío, no tuvo más que su intuición para asomarse por la única apertura de su vivienda a observar el cielo nocturno como una gracia sin precio y sin explicación posible.
Jesusa vivía a la orilla del precipicio, por lo tanto el cielo estrellado en su ventana era un milagro que intentaba descifrar. Quería comprender por qué había venido a la Tierra, para qué era todo eso que la rodeaba y cuál podría ser el sentido último de lo que veía. Al creer en la reencarnación estaba segura de que muchos años antes había nacido como un hombre malo que desgració a muchas mujeres y ahora tenía que pagar sus culpas entre abrojos y espinas.
Mi madre nunca supo qué país me había regalado cuando llegamos a México en 1942, en el Marqués de Comillas, el barco con el que Gilberto Bosques salvó la vida de tantos republicanos que se refugiaron en México durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren: italianos que terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia, norteamericanas que se mudan a Europa.
Mi hermana Kitzia y yo fuimos niñas francesas con un apellido polaco. Llegamos “a la inmensa vida de México” —como diría José Emilio Pacheco—, al pueblo del sol. Desde entonces vivimos transfiguradas y nos envuelve entre otras encantaciones, la ilusión de convertir fondas en castillos con rejas doradas.
Las certezas de Francia y su afán por tener siempre la razón palidecieron al lado de la humildad de los mexicanos más pobres. Descalzos, caminaban bajo su sombrero o su rebozo. Se escondían para que no se les viera la vergüenza en los ojos.
“Cuchito, cuchito/mató a su mujer/ con un cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a vender./ —¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!”
Todavía hoy se mercan las tripas femeninas. El pasado 13 de abril, dos mujeres fueron asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero.
Recuerdo mi asombro cuando oí por primera vez la palabra "gracias" y pensé que su sonido era más profundo que el "merci" francés. También me intrigó ver en un mapa de México varios espacios pintados de amarillo marcados con el letrero: "Zona por descubrir".
En Francia, los jardines son un pañuelo, todo está cultivado y al alcance de la mano. Este enorme país temible y secreto llamado México, en el que Francia cabía tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana y a mí y nos desafiaba: "Descúbranme".
El idioma era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló Octavio Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo indio no seríamos lo que somos.
¿Cómo iba yo a transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutirimicuaro? Me gustó poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus conquistados.
Quienes me dieron la llave para abrir a México fueron los mexicanos que andan en la calle. Desde 1953, aparecieron en la ciudad muchos personajes de a pie semejantes a los que don Quijote y su fiel escudero encuentran en su camino, un barbero, un cuidador de cabras, Maritornes la ventera.
Antes, en México, el cartero traía uniforme cepillado y gorra azul y ahora ya ni se anuncia con su silbato, solo avienta bajo la puerta la correspondencia que saca de su desvencijada mochila. Antes también el afilador de cuchillos aparecía empujando su gran piedra montada en un carrito producto del ingenio popular, sin beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y la iba mojando con el agua de una cubeta. Al hacerla girar, el cuchillo sacaba chispas y partía en el aire los cabellos en dos; los cabellos de la ciudad que en realidad no es sino su mujer a la que le afila las uñas, le cepilla los dientes, le pule las mejillas, la contempla dormir y cuando la ve vieja y ajada le hace el gran favor de encajarle un cuchillo largo y afilado en su espalda de mujer confiada.
Entonces la ciudad llora quedito, pero ningún llanto más sobrecogedor que el lamento del vendedor de camotes que dejó un rayón en el alma de los niños mexicanos porque el sonido de sus carritos se parece al silbato del tren que detiene el tiempo y hace que los que abren surcos en la milpa levanten la cabeza y dejen el azadón y la pala para señalarle a su hijo: “Mira, mira el tren, está pasando el tren, allá va el tren; algún día, tú viajarás en tren”.
Tina Modotti llegó de Italia pero bien podría considerarse la primera fotógrafa mexicana moderna. En 1936, en España cambió de profesión y acompañó como enfermera al doctor Norman Bethune a hacer las primeras transfusiones de sangre en el campo de batalla. Treinta y ocho años más tarde, Rosario Ibarra de Piedra se levantó en contra de una nueva forma de tortura, la desaparición de personas. Su protesta antecede al levantamiento de las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la cabeza por cada hijo desaparecido. “Vivos los llevaron, vivos los queremos”.
La última pintora surrealista, Leonora Carrington pudo escoger vivir en Nueva York al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy Guggenheim pero, sin saber español, prefirió venir a México con el poeta Renato Leduc, autor de un soneto sobre el tiempo que pienso decirles más tarde si me da la vida para tanto.
Lo que se aprende de niña permanece indeleble en la conciencia y fui del castellano colonizador al mundo esplendoroso que encontraron los conquistadores. Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente, la resistencia indígena alzó escudos de oro y penachos de plumas de quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por algún garrafón de alcohol. Deseaban tener los mismos derechos que los hombres.
“¿Quien anda ahí?” “Nadie”, consignó Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Muchos mexicanos se ningunean. “No hay nadie” —contesta la sirvienta. “¿Y tú quien eres?” “No, pues nadie”. No lo dicen para hacerse menos ni por esconderse sino porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza dice lo que es ni se explica a sí misma, simplemente estalla.
Durante el terremoto de 1985, muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de negro y el pelo de rojo, con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y clavos arribaban a los lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich, y pasaban la noche entera con picos y palas para sacar escombros que después acarreaban en cubetas y carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se iban, les pregunté por su nombre y uno de ellos me respondió: “Pues póngame nomás Juan”, no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino porque al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y de marginación.
Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones de habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia no tiene límites y llegan desde la Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado La Bestia con el sólo fin de cruzar la frontera de Estados Unidos.
En 1979, Marta Traba publicó en Colombia una Homérica Latina en la que los personajes son los perdedores de nuestro continente, los de a pie, los que hurgan en la basura, los recogedores de desechos de las ciudades perdidas, las multitudes que se pisotean para ver al Papa, los que viajan en autobuses atestados, los que se cubren la cabeza con sombreros de palma, los que aman a Dios en en tierra de indios. He aquí a nuestros personajes, los que llevan a sus niños a fotografiar ya muertos para convertirlos en “angelitos santos”, la multitud que rompe las vallas y desploma los templetes en los desfiles militares, la que de pronto y sin esfuerzo hace fracasar todas las mal intencionadas políticas de buena vecindad, esa masa anónima, oscura e imprevisible que va poblando lentamente la cuadrícula de nuestro continente; el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable pueblo que ahora mismo deglute al planeta. Y es esa masa formidable la que crece y traspasa las fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de achichincle y lustrador de zapatos —en México los llamamos boleros—.
El novelista José Agustín declaró al regresar de una universidad norteamericana: “Allá, creen que soy un limpiabotas venido a más”. Habría sido mejor que dijera “un limpiabotas venido a menos”. Todos somos venidos a menos, todos menesterosos, en reconocerlo está nuestra fuerza. Muchas veces me he preguntado si esa gran masa que viene caminando lenta e inexorablemente desde la Patagonia a Alaska se pregunta hoy por hoy en qué grado depende de los Estados Unidos. Creo más bien que su grito es un grito de guerra y es avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha sido ganada por los chicanos.
Los mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José Revueltas. Sé que ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a decir, sobre todo Octavio Paz.
Ya para terminar y porque me encuentro en España, entre amigos quisiera contarles que tuve un gran amor “platónico” por Luis Buñuel porque juntos íbamos al Palacio Negro de Lecumberri —cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a nuestro amigo Álvaro Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de nuestro indispensable Gabriel García Márquez. La cárcel, con sus presos reincidentes llamados “conejos”, nos acercó a una realidad compartida: la de la vida y la muerte tras los barrotes.
Ningún acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa Micomicona, que tanto le gustaba a Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan.
Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María Zambrano, “ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas”.
Por todas estas razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la razón para agradecerlo.
El poder financiero manda no sólo en México sino en el mundo. Los que lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez menos. Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos.
A mi hija Paula, su hija Luna, aquí presente, le preguntó:
—Oye mamá, ¿y tú cuántos años tienes?
Paula le dijo su edad y Luna insistió:
—¿Antes de Cristo o después de Cristo?
Es justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que pertenezco a México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la chimenea.
A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana si había llegado el Excélsior, que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora, escritora e ícono mexicano dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.
A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, Día Internacional del Libro, lleguen a Alcalá de Henares.
En los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda florecida y me hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”. Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección.
Muchas gracias por escuchar.