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El desayuno…

Andrés González Prieto
Lunes 28 de Marzo de 2016
 

Anecdotario

No éramos extraños, en alguna ocasión nos arropó la misma luna en el desencanto, el mismo frío, congelando  nuestros sueños, abrevamos un destino  insuficiente para calmar nuestra sed de aventura.Piedras rodantes respirando espacios, contando estrellas de cara al cielo, esperando el cometa que nunca llega, para pedir un deseo. La misma historia con diferentes títulos sociales, puntos geométricos, quijotes sin escudos y jamelgos, comulgamos.

En alguna parte en su cansada mirada estaba el nombre de su dulcinea con su traición y abandono, con astas y comillas. Luego botellas borrando penas, agotando juventudes, guitarra sin cuerdas consumiendo cantos de vida. Después, todo sería igual: vida, muerte, hambre, lluvia, fríos amaneceres, cortados con la misma importancia de un “me vale madre el mañana y lo que sigue”.

No hacía instantes se encontraba lejos y algo extraño le hizo volver sobre sus pasos. Tengo hambre, era la constante, oración macabra que le recordaba infelizmente que estaba vivo. Ni siquiera le pedía a dios nada, ni hacía reclamo justo, reproche en tiempo y forma, tiempo  a que no contestaba sus llamadas o lo mandaba al buzón divino, seguro ocupado como siempre dándole de comer a las ovejas perdidas que sí creían en él. Solo abrió su boca para justificar una vez más  el gruñido de sus tripas en el concierto diario. 

Al volver sobre sus pasos buscando nuevos horizontes, más allá de la calle  alguien movía sus brazos.

¡hey, oye, ven! ¡Sí, tú!…!ven! -gritó-

Un extraño le llamaba.  

Se aproximó  cauteloso, mientras escuchaba a un desconocido decir:…

¿Me permites invitarte a desayunar?...

Si claro…. ¿Desayunar? –Pensó- sus últimas comidas habían sido: un pedazo de pan y unas sobras de coca cola hace exactamente un día o… ¿dos?  

Buscó en el fondo de mis ojos mis razones, y se abandonó a la suerte  sin preguntar. Ningún futuro era peor que su presente.

Ni siquiera se podía dar el lujo de desconfiar.

El extraño  le había dicho, pásale hermano… ¿hermano?... pero no quiso entrar a la casa, se quedó en la banqueta, ¡Aquí está bien! -no por miedo, sino por vergüenza, por lo sucio de sus ropas, no se diga de su cuerpo-.

Parece que el extraño “hermano” lo comprendió porque no le dio importancia, ni insistió.

En un momento, salió este, puso una silla de mesa y sobre ella los platos con un desayuno como pienso dios manda: café, jugo de naranja, huevos con jamón, pan tostado. ¡Seguramente hoy dios no andaba ocupado  cuidando ovejas descarriadas!... 

Allí estaba mi invitado esperando lo que pasará, lo observé a través de las cortinas, había dejado la sucia cobija envuelta en cartones con la que sorprendía la noche en el momento en que le daba su gana. Su botella de agua a medio llenar, lo único que podía con seguridad conseguir y alguna garra que parecía camisa. Se dejó caer pesadamente sobre la pared con los cansancios acumulados por  meses en su incierto destino. Había llenado su taza de café dejándola en la silla a la orilla de la banqueta, tomó el primer sorbo mientras le daba la espalda. Regresé al fin con el desayuno…

Sin palabras compartimos la improvisada mesa, sentados al filo de la banqueta al tú por tú, el agotaba su porción con la velocidad que daba su cámara lenta, ni siquiera intentó preguntarse  si esto era realidad o era uno de los tantos sueños con los manjares de las mil y una noches que continuamente soñaba. Solamente se dejó llevar, sus tripas cual polluelos celebraban el día de fiesta.

No hay trabajo para los de 70 y más, -me dijo- no piensan que también comemos y morimos  los errantes.

Detrás de sus palabras  imaginé un mundo sin hijos o familiares con causa o interés filial.

Le imaginé buscando cómo morir dignamente, tratando de escribir su propio epitafio sin intervención alguna, buscando evadir lo común de lo común en lo nasal.

Ahí estábamos… dos extraños  tratando de adivinar historias.

Quiere que le pinte su casa? ¿Qué le barra?

No para nada, eres mi invitado y mis invitados no hacen nada.

¿Eres maestro? –preguntó.

- No, soy un aprendiz  que cree en la solidaridad.

No recuerdo de qué platicamos, fueron segundos, como si dos espíritus se leyeran sus destinos en extrañas cartas solo por ellos conocidas, escondidos detrás de palabras huecas. Tal vez nos dijimos en silencio  lo que nos teníamos que decir, tal vez hablamos de vidas pasadas, dimensiones donde se escogen destinos, tal vez nos prometimos que si en la rueda de la vida o la fortuna nuestras situaciones invirtieran los factores, él también me invitaría a desayunar  sin conocerme, sin preguntar nada, sin mirarme extrañamente preso en mis desgracias, sin  piedad, compasión, caridad, solo una chispa de la olvidada fraternidad. Después me dejaría ir sin siquiera decir adiós o gracias, sin bendiciones o buenos deseos, simplemente hasta pronto, aquí o allá…

Terminó nuestro espacio, se levantó, recogió sus cosas, no esbozó una sonrisa, solo existía  en su mirada un brillo   de que no todo está podrido en la esperanza.

Le encargué a unas monedas lo acompañaran en mi nombre y en la próxima emergencia trataran de mermarle importancia a la necesidad. Se fue sin dar vuelta a sus espaldas, con lento caminar envuelto en alguna especie de  alegría. Tal vez pensó en que hoy  no buscaría más en la basura  hasta que le diera hambre: para celebrar, se recostaría bajo un árbol a dormir la siesta de un sobreviviente con barriga llena, más tarde contaría las estrellas cuando se cuelgan del cielo, cuando menos esta noche pediría un deseo…

Un extraño indigente me ganó el paso y atravesó presuroso la calle para hurgar entre la basura rumbo al sur. Lo observé avanzando, buscando en la basura, de pronto se detuvo como si no hubiera futuro en el futuro... En ese momento dije “dios, si regresa sobre sus pasos lo invitaré a desayunar”

¡Dios existe!…. ¡regresó!

 

 

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