Aún recuerdo cuando llegué. Tenía sólo un mes aquí. Estaba sentada en una esquina, observando a mi alrededor, pensando que no aguantaría ni un año. Hoy son nueve años los que tengo en este lugar y aún se viene a mi mente todo lo vivido. Cómo siempre pensé que le ganaba a la vida, cómo creí comerme el mundo, cuando él me comía a mí. Siempre quise ser más fuerte que mi propio destino. Cerré los ojos para vivir lo que creí que era mío. Cuidé a mis hijos cual leona a punto de atacar, más nada me sirvió, hoy están solos.
Aquí he imaginado el suicidio miles de veces, pero me falta valor. Este lugar rebasa el limbo, es una especie de furia, anhelo, ira, paz, dolor. Algo indetemible, subliminal.
Cambia tu cuerpo, se cierra tu corazón, tus ojos dejan de brillar, cambias toda. Esta barda y yo somos la diferencia entre lo malo y lo peor, y sólo por unos metros. Qué ironía sólo son piedras, piedras y fragmentos que puede cambiar sentimientos.
Si tan sólo hubiera una ventana para llenar el hueco de ilusión. Si tan sólo nos dejaran tomarles fotos a los recuerdos. El pasado se ha vuelto el presente y con ello aprendemos a defendernos de un futuro incierto, utilizando la paciencia como mejor arma. Pienso en el futuro que quiero aprovechar para dejar atrás todo lo peor de mi existencia, pero por ahora, tengo que seguir fingiendo aquí, dentro de este ataúd viviente. Aquí corren lágrimas de almas en pena, resignación en cuerpos que cambian con la tristeza, como cambian nuestras ideas y el pensamiento de que al salir todo será distinto.
Un tren a deshoras te lleva y te trae todos los recuerdos, hasta los más distraídos, abrazando la añoranza del perdón y reconociendo que fue por culpa de una estupidez todo lo que has vivido.