Los días del rocanrol habían terminado para mí que ya había vendido mi bajo Gibson mientras buscaba un empleo con un documento del Politécnico donde aseguraba que había cursado una carrera de ingeniería.
El tiempo agregaba más edad a mis años y el nacimiento de mi primera hija era cosa de poco tiempo.
Esa época, la de los setenta, nació con otras convulsiones y revoluciones distintas a las vividas por los baby boomers, la vida social y cotidiana tenía otro rostro que disfrazó el mundo occidental casi sin darnos cuenta.
La Beatlemanía se había diluido en el tren del espacio tiempo y era cosa de años pasados. Las nuevas tendencias en nuestra música pop amplió el mundo de la irreverencia y la moda vestida dió un paso adelante de la mano de la cultura afro USA y sus expresiones musicales: Discotecas. Travolta y Bee Gees tomaron la delantera y nosotros quedamos fuera de onda.
Los Jipitecas y sus ideologías fueron disueltas como en agua con bicarbonato, y la estridencia del Heavy Metal y la Psicodelia levantaron la dirección de las nuevas Bandas grupales que agregaron metales y una jerarquía nueva de instrumentos amasados por el vertiginoso avance de la electrónica y la tecnología digital.
No todos colgaron las guitarras eléctricas ahora revolucionadas por el proceso digital, y se dirigieron al descubrimiento del nuevo continente con Pink Floyd, Grand Funk Rail Road y Led Zeppelin entre sus pioneros.
No fue fácil pasar página; el planeta ya no era ni sería jamás el mismo. Cine y Literatura por citar una muestra habían tomado otro avión y nos volvimos super oldies retros, y el rock dió un paso al frente en las filas de las colecciones asentadas en inmensas bases de datos tan vivas o muertas como el buscador melómano guste etiquetar esta producción mágica y misteriosa de quienes vivimos una época menos pragmática, y más ingenua en cuanto a la condición de los homínidos se refiere.