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Martes 8 de Abr de 2025
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Tanichi

por L. Carlos Sánchez
Viernes 11 de Octubre de 2024
 

Mi madre puso un changarro. Abrió sus puertas el primero de octubre de 2017. A la orilla de la carretera tacos dorados y chimichangas, con tortillas recién hechas. Café con leche y agua de caña.

Vivir a la vera del río tiene sus ventajas. Padre solo madruga para ir por maíz. Muy temprano en el molino y el metate, la harina y el jugo que da el fruto.

Los traileros en caravana empezaron a visitar el tanichi. Madre con manos ágiles preparando esto y lo otro, una salsa espectacular. Mi hermana pronto tuvo que arrimarse, porque la chamba abundante exigió más colaboradores.

Aprendí pronto desde la contemplación, que las manos de madre siempre serán la guía de nuestras vidas, desde chiquitos en sus brazos, luego entre sus faldas mientras daba de comer, (en aquella enramada que fabricó el abuelo), a campesinos y peones del campo “Los rurales”.

Recuerdo que mientras madre cocinaba, me ponía a mirar los colores del fuego, la textura del gris en los leños, formas que me contaban historias. Un día vi a dos vaqueros cabalgar por una montaña, también descubrí un paisaje de nubes y árboles, coyotes que migraban hasta llegar a la mar.

Mi primer viaje, o el segundo, quizá. La alegría del viento en la cara, muchos colores, muchos. Las voces se intrincaban en mi mente, entonces convivía con esos personajes de las historias de viaje. Un señor a caballo, el cantinero, los fogoneros y sus lámparas, café de talega encima del vagón. Un verde interminable: nogales, parras, bufel, espárragos, la sucesión veloz dentro de mi cabeza.

Luego el desierto y dunas. Una vez un señor descalzo y sin camisa caminaba a la orilla de las vías. En eso que el tren se detuvo me dio la oportunidad de asomarme por la ventana y arrojarle un pedazo de pan y unos dulces de barrilito. Pude ver mientras la recuperación del movimiento, unos dientes incompletos asomarse desde su boca. Sentí la sonrisa como un gesto de alegría y gratitud.

Los pasos del señor me llenaron de preguntas, y también tuve ganas de acompañarlo. Imaginé sus motivos, el por qué la desolación y caminar. Lo escuché decir, mientras señalaba con el índice el horizonte y objetivo, que una vez una ciudad y un empleo, mujer e hijos, la educación y los proyectos. Hombre con barba y ojos claros. La finura de su esqueleto, espigado, sus pies carcomidos por el tiempo y el acontecer de la intemperie. ¿Un trago de qué?

La mirada también como un testimonio del olvido. Y lo vi perderse entre las pieles contiguas a los rieles, se hizo pequeñito desde mi vista. Luego lo recuperé, a los años, en un sueño en el que me contaba sobre lugares que un día habitó.

Mi madre abrió un tanichi en 2017, puso una manta sobre una puerta de madera ya vieja, encima de cuatro durmientes como herencia de la estación de ferrocarril que clausurara el gobierno. Para ese tiempo yo ya me encontraba en esta órbita desde la que ahora escribo.

Hace poco recibí una fotografía que mi hermana hizo, como para mostrarme que el esfuerzo continúa, que la sazón de madre sigue cautivando y cultivando comensales. En un mensaje claro, brevísimo como es el paso por nuestra vida, hermana me cuenta sobre el pelo cano y las trenzas de la abuela, aún con lucidez y ganas de seguir. De mi padre, dice que sigue con sus caminatas diarias al río y de vez en cuando extrae pescados que luego fríen en la cocina de la fonda. Con ensalada de lechuga y tomate, uno de los platillos preferidos y con mayor demanda.

Yo no sé si los colores del fuego y la textura del tizón, me llevaron a convertirme en lo que ahora soy; no tengo claro en qué momento me perdí en la seductora y apasionante libertad del viento y los caminos que trazan las vías hacia ese punto infinito que se dibuja en el horizonte.

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