Mi primo Goyo
Elías González Vega
Sábado 30 de Junio de 2007
Por Elías González Vega
Cuando era pequeño, vivía con mi familia en un campo agrícola no muy lejos de Obregón, en un lote destinado a la siembra de alfalfa y la cría de vacas, más o menos a la altura de la calles 400 y 8 (sí, exactamente la que después fue bautizada como “Norman E. Borlaug”, muy cerca de la Lechería Plosa).
Las vacaciones de verano se hacían largas y había que buscar algún entretenimiento para enfrentar al tedio.Mi hermano Almaquio y yo nos las ingeniábamos para hacer amenas nuestras tardes.
En esos días de principios de los 60s, recuerdo que vino a vivir a nuestra casa el primo Goyo, quien se encargaría de arrear el ganado. Este Gregorio Ortiz, era bien chapito, semi robusto, pelado a la flet tap , y siempre o casi siempre con pantalón y camisola de mezclilla.
Cabe señalar que era mucho más grande que mi hermano y yo. Cuando llegó a vivir con nosotros ya era un adolescente, y nosotros apenas unos mozalbetes medio nutridos. Nuestros cuerpos enclenques de ocho y diez años, contrastaban con la musculatura de nuestro primo.
A este Goyo, le gustaba mucho el fútbol y la lucha libre, y así fue que una buena tarde se dio a la tarea de construir un ring.
Entre entonar canciones de Javier Solís, risas y comentarios acerca de las historias de los luchadores de la época, este primo con nuestra ayuda fue dándole forma al ring. Cuatro maderos de quién sabe dónde, y unas cuantas reatas, de las que utilizaban para el ganado, fueron dándole forma a la idea del primo.
Yo escuchaba a mi primo contar emocionado las peripecias del Médico Asesino, que si las llaves de El Santo, que si la Tonina Jackson, que el Black Shadow le había ganado al Huracán Ramírez, entre una serie de historias que yo no alcanzaba a imaginar, pero que me deleitaba escucharlas.
El piso del improvisado cuadrilátero, era de paja de trigo, ahí practicaríamos nuestras caídas sin lugar a dudas.
Recuerdo muy bien que mi primo confeccionó con lonas de riego unas máscaras, y ya se habrán de imaginar mis queridos lectores esos burdos diseños remedos de máscaras.
Con decirles que donde debería quedar la comisura de los labios aparecía un ojo, y en otras la nariz aparecía donde debería estar uno de los ojos. El cordel que cerraba mi máscara, empezaba en la nuca, pero en el transcurrir de las caídas terminaba siempre en las mejillas, pues las máscaras se iban moviendo, hasta que en algún momento había que detener la lucha, pues entre el sudor y el polvo de la paja era imposible ver al contrincante. Claro, había que detener la lucha para no descubrir nuestra”verdadera identidad” ¡hágame usted el favor!
Y así fue, como dieron inicio nuestras funciones de lucha libre. Las tardes del verano eran la delicia para nosotros. El Goyo era “El Santo”, quien siempre nos ponía una paliza, ¡nunca pudimos ganarle al condenado!
Las patadas voladoras, las quebradoras, el candado chino, la de a caballo, la doble Nelson con estaca, y otras que escapan a mi recuerdo, eran las favoritas de mi primo Goyo que hacían blanco sobre nuestras enclenques humanidades.
La pareja de enclenques formada por mi hermano y yo, cada tarde sumábamos derrota tras derrota, pero con la sonrisa de la diversión a flor de labios, entre uno que otro costalazo y golpes sin querer queriendo.
Pero un buen día, llegó al campo agrícola un joven michoacano que empezó a trabajar como ordeñador. Y apenas lo vio mi primo Goyo, y ha de haber pensado a este también me lo sueno, ¡pos no faltaba más!
Y dicho y hecho, el Goyo pa luego es tarde, comenzó a interesar al joven ordeñador para que se echaran unas luchitas.
El paisita de escasos 18 años, como diría el Piporro, arriscándose el maltratado sombrero con un barbiquejo aprisionado a las alas, pues accedió, advirtiendo tímidamente que él no sabía mucho de eso de “las luchitas”, todavía parece que veo la cara de mi primo esbozar una malévola risita de jejejé , como enfatizando “a este yo me lo sueno”.
Ángel, que así se llamaba este joven, llegó a pedir chamba, como dicen algunos con una mano adelante y otra atrás, con su chamarra de mezclilla como único equipaje. Este paisita era el típico vagabundo que dormía donde le caía la noche, pero que por necesidad de la ordeña le dieron el trabajo, sin conocerlo, así sin la más mínima referencia.
Cabe señalar que el tal Ángel no era propiamente un enclenque, pero tampoco estaba de físico como para asustar, así es que pa pronto mi primo Goyo, muy gentilmente le dio unas cuantas lecciones de lucha libre.
Una vez ya instruido el nuevo luchador, llegó el momento del reto.Ya para estos momentos, el nuevo aspirante a luchador sin capucha, pues no alcanzó ni máscara, porque para esos días el patrón del campo empezó a notar que hacían falta algunas lonas de riego. Para no hacerla más larga, nuestro personaje tuvo que echarse las luchitas en puros calzoncillos, pues no quería arriesgar a romper su ya de por si desgastado pantalón de mezclilla.
Mi primo, que también hacía las veces de anunciador, decía: ¡Respetable público!, ¡pelearán a tres caídas sin límite de tiempo!...
¡En esta esquina, de tantos kilos, el Ángel ordeñador!... ¡Y en esta otra, El Santo!
No habían dado ni unas cuantas vueltas de reconocimiento, cuando el Ángel ordeñador, le propinó a mi primo unas patadas voladoras, piquetes de ojo y otras llaves que no estaban en el programa.
Mi pobre Goyo ya no sabía ni pa dónde hacerse, ¡le sonaban como tamborazo zacatecano!
Pa acabarla de amolar, en un lance, el Ángel le desgarró la máscara de El Santo.
Mi hermano y yo estábamos asustados, casi sin aliento, veíamos como nuestro héroe enmascarado, bueno casi desenmascarado, salía derrotado.
Toda la tarde, a la sombra de un mezquite mi primo se la pasó llorando. Apoyado en las trancas del corral, el pobre Goyo lloraba a moco tendido, no sé si por su máscara o por la humillante derrota.
Si, debo decirlo ahora, por mucho tiempo mi hermano y yo gozamos con la paliza, hicimos nuestra la victoria del Ángel Ordeñador, como venganza de todas las derrotas acumuladas tarde a tarde.
Hoy a muchos años de distancia, el campo y el establo ya no existen, y de la Lechería Plosa, sólo queda un cascarón de paredes verdes flagelado por el tiempo y los graffities de los cholos. Mi primo Goyito tampoco existe, y yo elevo una plegaria donde quiera que se encuentre, en agradecimiento a su amistad, su incomparable don de gente, y sobre todo sus espontáneas sesiones de lucha libre que hicieron de mis tardes de niño un recuerdo imborrable.