Cuento
Martha Baranda Torres
Domingo 24 de Febrero de 2008
Tómame ahora que aún es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.
Juana de Ibarbourou
Me vine a la capital con mi novio el Chalo; según que íbamos a casarnos pero recién llegando me echo pleito por quién sabe qué cosa y me dejó para siempre. No sé si ésa era su intención o a lo mejor le dio miedo. El caso es que no he vuelto a verlo desde ese último día. Segurito le dio miedo porque ahora sí ya no había pretextos, yo había huido de casa de mis papás sin permiso y, para colmo, con él, que era tan aborrecido por ellos, por ser un bueno para nada, vago y violento. Así me decían mis papás y yo no quise escucharles hasta que el méndigo me dio una bofetada y me dejó solita en medio de la avenida Reforma, una grandota, llena de coches y con camellones con plantas y un castillo de cuentos que se ve a lo lejos.
Po’s como no supe qué hacer, me puse a caminar por donde vi que se iba el Chalo. No pensaba alcanzarlo. Estaba bastante enojada y así soy yo: cuando digo se acabó, se acabó, a mí nadie me pega, ni mi papá, pero yo no conocía la capital y pensaba que, si me encontraba a alguien con cara de buena gente, le preguntaría cómo volver a Tehuacán.
Después de un rato dejé de ver al Chalo, pero ya no me importaba nada. Empecé a sentir miedo porque siempre he sabido que la capital es muy peligrosa, que hay muchos asaltos y que diario aparece gente muerta por balazos o cuchilladas en las banquetas. Ya se empezaba a hacer de noche, así que me apreté mi maleta al cuerpo y empecé a caminar más rápido entre la lluvia y los coches atascados en las calles.
Caminé muchísimo y llegué a una calle chiquita, yo creo que del ancho de un carro nomás. En una casa con rejas estaba un señor muy viejito que arreglaba sus plantas. Sin pensarlo mucho para que no me diera vergüenza, me acerqué hasta donde pudiera verme sin asustarse. Él levantó los ojos e intentó enfocarme. A lo mejor pensó que yo era alguna conocida pero luego vio que no, así que me hizo un saludo y siguió quitándoles las hojas feas a sus plantas.
Mi dinero se lo había llevado el Chalo porque, con el cuento de los asaltos, se lo amarró a la cintura por debajo de la ropa, pa’que no se lo quitaran ni muerto, según dijo, pero al irse me dejó sin un clavo y yo me moría de hambre.
Cuando vi al señor no supe si pedirle dinero para comer o para tomar un camión de regreso a Tehuacán, o siquiera preguntarle cómo irme a la estación de camiones. El caso es que me puse nerviosa y nomás le pedí que me diera diez pesos. Yo nunca había tenido que pedir nada a nadie porque todo me lo daban en mi casa así nomás, ora imagínate tener que pedir limosna de pura hambre.
-¿Eh? –exclamó el buen hombre, sorprendido porque yo le pedía diez pesos; como si fuera su obligación dármelos.
-Que me des diez pesos –repetí-. Tengo hambre.
El hombre se quitó los anteojos y me miró con ternura.
-No tengo nada de comer, pero un vasito de agua sí puedo darte.
Abrió la reja y pásale, me dijo. Yo entré y de inmediato me quité los zapatos y me senté en una silla a sobarme los pies, que me dolían muchísimo. Me dio un vaso de refresco y una moneda de diez pesos. Después, se sentó frente a mí a contemplarme con los ojos aguados, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Lo vi mirarme las piernas, hacia arriba, despacito, como si me acariciara con los ojos. Se entretuvo un rato en mi escote y luego me miró la cara por partes: la barba, la boca, la nariz, los ojos, las cejas, la frente, muy despacito. ¡Cuánto tiempo tendría ese pobre hombre de no disfrutar a una mujer!
Me sentí diferente. En Tehuacán todas somos muy modosas y no permitimos que ningún hombre nos ande mirando recio pero, ¿qué daño podía hacerme ese buen señor?
Así que me terminé el refresco y subí los pies a la silla para que siguiera gozando de mis piernas. Con el brazo extendido y el vaso vacío le pedí más refresco. Estaba fascinada con ese nuevo poder que recién había descubierto, y la verdad es que me encantaba el nuevo temblor de ganas que le vi al anciano en las manos. Me sirvió refresco otra vez y se sentó enfrente de mí a seguir contemplándome.
Yo me sentía como una diosa descalza con las piernas cruzadas sobre la silla y la falda muy por encima de las rodillas. Me solté el cabello para que se secara de la lluvia y vi que el abuelito se estremecía como si yo fuera una visión del cielo o del infierno.
Me adoraba, estaba segura. No me dijo nada ni necesitó hacerlo porque el amor se le resbalaba por toda la piel. Y yo, que estaba enojada por el abandono del idiota del Chalo, me dejé cubrir por ese amor. Me hacía sentir poderosa, más mujer que nunca a mis diecinueve años, más atrevida de lo que nunca fui allá en Tehuacán. Porque yo era virgen, pero quien me hubiera visto hubiera jurado que yo tenía muchísima experiencia.
Entonces me puse de pie y le dije que me quitaría toda la ropa si me daba cincuenta pesos para regresarme a mi tierra. Él de inicio se espantó y me pidió que me sentara otra vez para contarle mi historia. Se la platiqué rapidito, pa’no perder tiempo, y vi que se había arrepentido de haberse negado, así que le di otra oportunidad. Me levanté otra vez y empecé a desabrocharme la blusa. Esta vez ya no dijo nada; sólo se hizo un poco para atrás, como si yo le quemara, pero no dejó de mirarme.
Era un viejito dulce, de esos que parecen hechos de pan, y me daban mucha ternura sus ojos. Yo creo que sabía que yo sería la última mujer desnuda que vería en este mundo. Al pensarlo, sentí un gran orgullo de mi cuerpo joven y bonito, porque sabía que, aunque no volviera a ver al abuelito, él pensaría en mí justo antes de morirse. Arrojé la blusa al suelo y me desabroché también la falda, que se deslizó por mis muslos como la caricia atrevida que el buen hombre no se animó a hacerme. El abuelo no se movió.
Me quedé parada delante de él nomás con mi ropa interior. Me quite el sostén y crucé los brazos sobre mi pecho para fingir un pudor que no sentía. Le pregunté casi en secreto si quería que siguiera, qué mala, ¿verdad? Y me dijo que sí por favor, con la voz temblorosa, casi en secreto también. Lo demás me lo quité despacito hasta quedarme sin nada y, para no estarme allí nomás parada, me desenredé el cabello con los dedos y me volví a hacer mi trenza, para que se saciara de mí, para llenarlo por completo y que mi recuerdo le durara todo el tiempo que siguiera vivo. Me di la vuelta y le di permiso de verme completita.
Me sentí libre, ¡qué esperanzas que yo hiciera eso en Tehuacán! Y también me sentí buena persona, porque segurito le di a ese señor el último placer que disfrutaría en su vida. Yo no soy una muchacha de la calle, para nada. Él me dio el dinero que yo necesitaba y yo le di las ganas de vivir que se le estaban acabando.
Al pobre hombre nomás le faltaban las lágrimas, porque los sollozos se le escapaban del pecho. Le sonreí con toda la dulzura que pude y le pregunté si quería tocarme.
-No, muchacha –me dijo, mientras recogía mis ropas del suelo-. Vístete ya y vete, no sea que se te haga de noche. ¿Qué tal si se aparece tu novio y te encuentra así? Tamaño problema que se me cae encima…
-No, señor. El Chalo se fue por otro lado y no creo que me encuentre.
-De todos modos, hija. Muchas gracias por todo. Aquí están tus cincuenta pesos.
Se había acabado el encanto, así que me vestí rápido y salí de su casa. Antes de irme le di un beso en el cachete y le dije que se portara bien, porque yo volvería otro día a ver si ahora sí se atrevía a tocarme. Eso se lo dije como vacilada, nomás para darle una ilusión, ¡está tan solo! Se quedó todo tembloroso, pero estoy segura de que hacía mucho que no se sentía tan contento.
Caminé calle abajo, sin ninguna vergüenza, y sentí la mirada del abuelo en mi baja espalda, como si creyera y no lo que acababa de pasar.
Total, que no me regresé a Tehuacán. Me gustó la capital y aquí me quedé. Ahora trabajo de encargada en una tienda bien elegante. Al principio fue bien difícil, pero yo soy luchona y me conseguí un departamentito que ya casi acabo de amueblar. Mis papás se enojaron conmigo al principio, pero luego no les quedó más remedio que conformarse con verme un fin de semana al mes.
A veces, nomás de puro gusto, bailo en un bar de noche, con plumas y trajes brillosos y pegaditos, pero me pongo una máscara, uno nunca sabe quién vaya a esos lugares. Eso de la máscara parece gustarles a los clientes, han de pensar que soy muy misteriosa. Allí gano mucho más dinero que en la tienda, pero no voy diario. Nomás cuando tengo ganas de alborotar, porque yo soy una muchacha decente.
Otras veces, una como es de curiosa, me paso por la calle del señor viejito. Lo veo de lejos, pero él no me ve porque ya no le han de servir los anteojos. Siempre cuida sus plantas, y se pone un billete de cincuenta pesos que casi se le sale por el bolsillo de la camisa, para que yo vea que sigue esperándome…