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Redacción
Sábado 21 de Febrero de 2009
 
A pesar de que fue rodada en Sofía, Bulgaria, la historia transcurre en la tierra de nunca jamás. El anciano dueño de una piscina pública se ha quedado ciego, y su esposa y su hijo Anton hacen lo que pueden para que él no se entere de que el negocio ha entrado en franca decadencia. Pero el precario equilibrio familiar se rompe cuando llega Eva, una hermosa muchacha con su padre marinero, en busca de una pieza mecánica que les hace falta para poner a andar de nuevo su barco. Deslumbrado por la recién llegada, Anton descuida sus labores y prepara el terreno para que su ambicioso hermano mayor avance en su propósito de demoler el viejo edificio que alberga la piscina, para dar paso a una moderna urbanización.

Rodada en blanco y negro, con un fino humor y con una casi total ausencia de palabras, Tuvalu es un sentido homenaje a las películas mudas que acompañaron a su director durante la infancia. Pero también es un lamento por tantas cosas hermosas que desaparecen bajo esa abominable aplanadora llamada progreso.

Cuando era niño, Veit Helmer veía películas de Charles Chaplin con ese entusiasmo desbordado que inunda la infancia. Pero al poco tiempo su entusiasmo se transformó en una convicción: cuando fuera grande, sería un director de cine. A los catorce años de edad tomó tamaña decisión, tras ver una película de Francois Truffaut que le reveló que un cineasta tiene un privilegio que ningún otro ser humano posee: la posibilidad de hacer realidad los mundos que nacen en su imaginación.

Mientras observa una granizada desde su habitación de un hotel en Bogotá, a donde vino a promocionar Tuvalu, Helmer recuerda ese momento con una sonrisa: “la megalomanía de tratar de crear mis propios mundos me convirtió en director de cine”. Después de ver la película, uno concluye que lo suyo no era megalomanía sino una verdadera vocación. Y es que el mayor logro del joven cineasta alemán en esta entrañable película radica justamente en que logra crear un mundo maravilloso, que recoge elementos de aquí y allá, pero que no se parece a nada que hayamos visto antes. Aunque pensándolo bien, sí se parece a algo que vemos con frecuencia: el mundo de los sueños.
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