El refrán mexicano que dice “todo cabe en un jarrito sabiendo acomodar”, bien se aplica al servicio que se brinca en Urgencias del Hospital General de Ciudad Obregón, donde a falta de espacios, el personal médico se las ingenia para atender a 5 o más pacientes por consultorio al mismo tiempo.
Cada área destinada para la consulta médica mide 5 x 3 metros y lo mismo concentran a un hipertenso, a alguien que adolece de colitis, otro del apéndice, un lesionado de su pierna, a un enfermo de la próstata y uno que otro adolorido… de la espalda.
Mientras toca su turno, algunos enfermos les toca sentarse en las sillas de espera, otros en el lugar para curaciones, algunas veces se utilizan las escalerillas, los más suertudos en un sillón reclinable del doctor y los menos agraciados se quedan de pié.
Eso sí, la gente no desaprovecha la espera, generalmente por horas, para contar sus penas y alegrías al vecino de ocasión o a quien les ponga atención, mientras el trajín de entrar y salir de personas provoca el atropello entre doctores y enfermeras.
Ahí se encontraba don Antonio de la colonia Cajeme, que nació en 1928 en un rancho de la Dura en Tesopaco. Son las 11 de la mañana y ya lleva cuatro horas sentado en espera de los resultados de laboratorio sobre su próstata.
Padece de ceguera que le provocó la diabetes y no está tranquilo a menos que esté agarrado de la andadera que utiliza para caminar, por lo que su hija Gela lo reprende con un “para qué quieres estar agarrado si ya estás sentado”. “Es que me gusta más”, responde con una sonrisa pícara.
También estaba Pancho que llegó desde las 4 de la mañana con un terrible dolor de estómago y aunque le han canalizado varios medicamentos el dolor no cede, mientras tanto su mujer anda renovando el Seguro Popular para le puedan hacer los estudios y decidir si lo operan o no.
A la escena de lamentos se integra doña Lupita, de la colonia Libertad y por su expresión parecería que le duele una muela o el oído, pues continuamente se toma la oreja derecha con sus manos. Su rostro de dolor genera compasión entre los presentes, quienes le piden calma.
Según relata, por la mañana recibió una mala noticia sobre los niños que cuida y desde entonces siente un fuerte dolor en su vientre, que pudiera ser colitis, pero además le “zumban” los oídos, que quizás sea la presión, sugieren sus compañeros de consultorio que para mediodía se habían convertido en expertos de la salud.
A esa hora y como buen serreño, don Antonio ya sentía mucha hambre porque además de que andaba en ayunas, según cuenta su señora, siempre ha sido de “muy buen diente”, así que a su hija Gela no le quedó más remedio que salir a buscar alimento, mientras Pancho sustituía sus quejidos por una sonora ronquera.
Habían pasado dos horas de mi llegada al nosocomio, cuando llega la doctora Sánchez, una joven egresada de la UAS de Culiacán, que me explica el tratamiento a tomar, seguida de la enfermera que con una jeringa anunciaba aplicarme ahí mismo una inyección, pese a la nutrida audiencia y sin un biombo de por medio.
Más que nada para desviar mis nervios, le pregunto por las condiciones del hospital, pues es notorio su deterioro. “Ya estamos acostumbrados a trabajar así, aquí nos cambian las cosas todos los días... hasta los pacientes, pues no alcanzan los lugares para atenderlos”, expresa con resignación y cierto enfado.
Pese a ello, cuando le aplicaban una encuesta sobre el servicio, mi esposa no dudó en aprobar el desempeño de camilleros, enfermeros y doctores, que para ser justos, hacen lo que pueden con lo que tienen en este centro médico que fue remodelado y ampliado por el boursismo, pero que ya resulta insuficiente en los tiempos del Nuevo Sonora. Es cuanto.