Cuando acomodaba piezas al destino y se daba tiempo para planear intenciones y nuevos derroteros, tras mejorías y recaídas de la penosa y terca enfermedad, mi queridísimo amigo Gustavo Gómez Flores dejó de existir.
Tengo fijos en la memoria los momentos compartidos. Como no quisiera ser infiel a ninguno de los que tuve la dicha de vivir a su lado, del haz escojo unas prendas…
A principios de los setentas peleábamos por el mérito de sonar las campanillas cuando en el altar, entre cabriolas que hoy parecen de caricatura, el cura de la Parroquia La Merced consagraba la hostia.
Sus hermanos fueron mis hermanos, pasaba más tiempo en su casa que en la mía. Con la complicidad del Roger y El Tavo y las indulgencias de la Ma´lipa, durante mucho tiempo fui la boca ajena que en aquella casa tuvo derecho a plato lleno en la mesa.
Está presente, corcovado -joronchi dicen en el barrio- corriendo la banda izquierda de canchas futboleras, para meterse los frenos de repente, hacerle a los rivales uno, dos, o tres recortes habilidosos, alzar la cabeza y patear con la zurda privilegiada la pelota, que comba y suave, viajaba rumbo a la zona de remates.
Despuntando la adolescencia, sin avisos previos, sin pedirlo ni buscarlo, nos llegó el rol de hombres. Fue la época de la chamba diaria y los estudios en la “nocturna”.
Me duele el recuerdo cuando pienso en la centena de pesos que giró vía postal, y que mes a mes cobré en cualquier ventanilla del Correo Mayor de la Ciudad de México. Aquel apoyo de amigo fue para el amigo pobre que estudiaba. Un día dijo que el acto, infrecuente aun entre amigos, propio de hombre maduro y mente firme, fue por la confianza en el talento. ¡AY!
Palpitan en el alma vacía los viejos regalos de recepciones y despedidas, cada que volvía o dejaba Obregón. Era el cómplice irredento al que podía confiarle que me gustaba la hermana y respondía con lacónicos: “¡LLÉGALE!”, pero luego sesgaba el reto: “pero no te conviene, la carnala tá muy pendeja”… Las confirmaciones altaneras del Tavo fundan mis creencias por las que supongo que hacerle caso fue punto de quiebre y error de vida.
Se regodean frescas en la memoria la algazara, las risotadas, el aparataje de abrazos y manotazos a los lomos, la noche que arribó a la Terminal del Norte formando parte de la cohorte de chavalos que con grados de excelencia abandonaron Sonora, arrebatados por el magnetismo de las físicomatemáticas del Politécnico.
No olvidaré el desamparo en el que nos dejó a mi novia y a mí –era secreto mal disimulado que lo quería más a él, y por amor a ambos, disimulé el martirio del cornudo-, el día que viró del Poli y el Distrito Federal a Monterrey. Años después, los galardones y méritos comprobarían el acierto de tomar aquellos riesgos.
Lo recuerdo, orgulloso, al confiarme la desfloración tardía con una de Montemorelos, aunque recriminaba que no hubo paciencias. Lo admiraron muchos, yo creí siempre que apenas era lo justo, porque su inteligencia y aprovechamiento legaron dos títulos de grado en el plazo de uno.
Imposible olvidarse de las despedidas en las que escogía acetatos de Alberto Cortez, los ponía con delicadeza en la consola y escuchábamos “Cuando un amigo se va”. Con los años un día contaría que lo emocionaba el mismo estribillo que me sacudía: “Cuando un amigo se va queda un tizón encendido…”.
Después encontró mujer que le dio felicidad e hijas, y a las que El Tavo llenó de amor y tolerancia. Las coordenadas de la vida nos pusieron lejos por muchos años, aunque siempre vivieron cerca los afectos e ilusiones.
Los últimos seis años de la vida del Tavo tuvieron comunes denominadores: traer un tumor adentro y sentir sin lamentaciones la carcoma que cercena los órganos vitales. Saber que el cangrejo devora las entrañas y reír. Convivir con el cáncer sin muecas que provoquen conmiseraciones…
Agonía del cuerpo y claridad de pensamiento. Entraña deshecha y mente prodigiosa. Pugnaz, El Tavo, lleno de miedos el alma, ni se arredró ni arrió velas, luchó con el alma enhiesta hasta que el mal le doblegó el cuerpo.
Gustavo fue un luchador empedernido por la vida, que no permitió concesiones a ojos tristes, a pizcachas de lástimas y a consuelos de terapias banqueteras. Murió cuando el año se partía por la mitad y de pasada dejó hendida el alma de los que lo conocimos.
Dicen que los duelos aminoran cuando las enfermedades tardan, pero Gustavo nos acostumbró a no verlo enfermo sino en la batalla de hallar hálitos de vida y esperanzas en el minuto siguiente. Como si partiera de una muerte súbita, aún seguimos en pasmo.
La muerte del Tavo me recuerda la inutilidad de las esperanzas cuando el cáncer se emperra, la catástrofe familiar cuando cae el proveedor, la fragilidad de los humanos, o el almanaque de los afectos al que un día y otro sumo débitos.
Era de esos amigos de cuando todas las cosas de la vida fueron simples. Un tirador, un balón, un gancho guamuchilero, un anzuelo y él, eran suficientes para pasarla bien a los largo de los acalorados días del verano de mi tierra. Simplemente éramos felices, no necesitábamos nada más...
La muerte de El Tavo me cogió desprevenido en Villahermosa. Bajo el menguado cobertizo lapidado de estucos taciturnos, esos con que embadurnan las paredes tabasqueñas, al raso de las lluvias torrenciales leí el mensaje, y no hice nada para guarecerme ni para contenerme llantos.
Cuando se es hombre y se quiere a un buen hombre como quiero a Gustavo, vale la pena cualquier llanto de hombre. Si uno es por lo que los otros piensan y saben, entonces… con la partida de mi amigo Gustavo perdí un pedazo.
Dios lo bendiga.