Durante el sexenio pasado, cuando el recrudecimiento de la violencia asociada al supuesto combate al narcotráfico obligó a personas, familias o comunidades enteras a huir de sus lugares de origen para salvar sus vidas, algunos medios de comunicación y organizaciones civiles comenzaron a documentar algunos de esos desplazamientos forzados, lo que ha contribuido a que se conozcan algunos casos.
Sin embargo, no hay información precisa sobre cuántos desplazados son en total ni dónde están, ni mucho menos en qué condiciones viven todos ellos.
Testimonio
“De ese día recuerdo muy bien toda la gente corriendo, llorando, asustados. Algunos pidiendo raite a los que tenían carro”, dice la mujer de 32 años sobre aquel 12 de enero de 2012 en el que todos los habitantes de Ocurahui, una comunidad de unas 110 casas enclavada en la región de los altos de la sierra de Sinaloa, salieron huyendo del poblado, atemorizados de que el cártel de Sinaloa, uno de los dos grupos criminales que se disputaban la zona y que durante los dos días anteriores había asesinado a cuatro personas, continuara matando gente.
“‘Por favor llévenme’”, enuncia rememorando a quienes, desesperados por no tener vehículos propios para trasladarse pedían a vecinos como ella (que poseía un automóvil pequeño) que les ayudaran a salir de aquel pueblo de 400 habitantes, que sólo cuenta con un camino de terracería y cuyo único transporte público subía cada tres días. Solidarios, quienes tenían autos iban dejando fuera sus pertenencias para dar espacio a tantas personas como fuera posible, relata.
“‘Dígales a todos que nadie se quede’”, suelta como recuerdo de aquéllas voces de organizadores anónimos que, en medio de la confusión y las prisas, se esmeraban porque no se perdiera el control, porque nadie quedara rezagado, porque todos pudieran salir de ese pueblo en el que dos noches antes personas armadas habían asesinado a uno de sus vecinos y apenas la noche anterior habían matado a tres integrantes de una familia, dejando vivos sólo a un niño de ocho años y a un bebé de aproximadamente un año de edad.
“Como en la noche se escucharon las balaceras, todo mundo no dormimos de miedo, pero no supimos hasta el otro día en la mañana, que se atrevieron a salir los vecinos que vivían más cerca, ya se dieron cuenta. Entonces se empezó a correr el rumor de que uno de los grupos venía, y decían que iban a quemar el rancho, que se saliera el que pudiera porque al que encontraran lo iban a matar”, continúa el relato de María, al otro lado de un teléfono desde algún lugar de Guamúchil, Sinaloa. Por seguridad y temor al estigma, pide no publicar su nombre real.
“[Hubo] mucho temor, mucho miedo, mucha tristeza por los cuerpos que se quedaron ahí tirados, que realmente no tuvimos el valor de irlos a levantar, por miedo realmente, porque lo que queríamos era salir, y salvar nuestras vidas y las de nuestras familias”, confiesa.
Ese 12 de enero de 2012, en Mazatlán –a unos 340 kilómetros de donde toda una comunidad del municipio de Sinaloa de Leyva huía por el temor de sus habitantes de ser asesinados– el Gobernador de Sinaloa, Mario López Valdez, presumía que los delitos en la entidad habían disminuido 16 por ciento con relación al año anterior.
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