El hombre más envidiado del mundo, sin duda, lo fue Hugh Hefner. Al morir se ha dicho que ha dejado el paraíso y pasa de mejor vida al misterio de lo desconocido.
Mucha gente, al leer la noticia de la defunción de Hugh Hefner, ha hecho el mismo chiste: que era el único hombre en el mundo que no ha pasado a mejor vida, que ya no puede estar en un lugar mejor, que ha abandonado el paraíso.
De hecho, Hefner era el único ser humano que podía presumir de haber alcanzado en vida, sin necesidad de martirio ni sacrificios previos, el privilegio islámico de convivir a diario con 72 huríes, aunque la virginidad nunca le importó un carajo.
Más que fundar una revista de fama mundial y de mercadear con las fantasías masturbatorias de millones de hombres, lo que consiguió Hefner fue el sueño imposible de dirigir permanentemente un lupanar de lujo, lleno de glamour y de conejitas obedientes, que encima parecía una versión rosa de la Casa Blanca.
No sólo no lo crucificaron por ello sino que además lo llevaban a hombros. A uno de sus más directos competidores, Larry Flint, fundador de Hustler, lo apedrearon en diversos procesos judiciales, aparte de pegarle un tiro que lo dejó condenado para siempre a la silla de ruedas.
En cambio, Hefner, otro ganadero de carne femenina, caía simpático, era admirado y querido entre otras cosas porque revistió Playboy de una trinchera intelectual en la que daba cobijo a escritores de la talla de John Cheever, Truman Capote, Norman Mailer, Roald Dahl, Kurt Vonnegut, García Márquez, Vladimir Nabokov, Ray Bradbury o Alberto Moravia. También publicaban mujeres, aunque no tantas: Margaret Atwood, Nadine Godimer, Joyce Carol Oates son los nombres más afamados.
La cuota femenina estaba casi exclusivamente dedicada a las páginas donde jovencitas inverosímiles mostraban el esplendor de sus cuerpos en una imitación cutre de los grandes desnudos de la pintura.
Mucho menos hipócrita y también más arriesgado, Flint no se andaba con medias tintas: no apostaba por la coartada literaria sino por la ginecología explícita, el cinismo y la provocación continua, aunque esta estrategia le hiciera perder tres o cuatro lectores.
Mientras tanto, Playboy seguía exhibiendo una pornografía suave, algodonosa, casi vegetariana, que pretendía pasar por arte. Entre eso, las orejitas de conejo y la hojarasca intelectual parecía como si no fuese una revista para leer con una sola mano.
Hefner sacó la inspiración para sus desplegables de las mujeres inconcebibles y voluptuosas que dibujaba Alberto Vargas, un gineceo de ensueño con el que su puritana familia le permitió decorar su cuarto de adolescente.
Durante la niñez, a causa de sus silencios persistentes y su extraña conducta, sus padres pensaron que podía padecer alguna enfermedad; sin embargo, un examen reveló que su único problema era que tenía el cociente intelectual de un genio.
Mientras estudiaba psicología, fue cantante aficionado, piloto de acrobacias los fines de semana y dibujante de caricaturas en una revista universitaria, la primera que fundó.
Virgen hasta los 22 años, un día logró persuadir a su primera novia y futura esposa, Mildred Williams, no sólo de que fuesen a la cama sino de que desfilara antes para él, desnuda, en una serie de poses eróticas que preludiarían sus exhaustivas sesiones fotográficas.
Hefner era, fundamentalmente, un mirón, y tras los tanteos iniciales todos sus esfuerzos estuvieron dedicados a la invención de un espacio -primero en papel, luego en piedra- donde pudiese recrear en carne y hueso a las satinadas pin–ups de Vargas.
Lo logró en 1953, después de arriesgar quinientos dólares de su patrimonio en la compra de una foto de Marilyn Monroe, propiedad de un fabricante de calendarios.
En una apuesta a todo o nada encargó a la imprenta 70.000 ejemplares del primer número con la esperanza de vender al menos la mitad o quedar en bancarrota.
Vendió más de 50.000 y en las siguientes ediciones las cifras no hicieron más que crecer y crecer hasta la estratosfera, hasta ese paraíso irreal con que empapeló las paredes de su habitación cuando era joven.
Si es cierto lo que dice Lacan, que detrás de todo acto sexual hay siempre una fantasía que le da vida, no parece que la de Hefner tuviera límites, incluso cuando en los últimos coletazos de la vejez iba envuelto en un batín de seda y escoltado por rubias despampanantes. Tal vez su fantasía definitiva era vivir como una persona normal, algo que sólo ha conseguido al morirse.