MAZATLÁN.- Una mañana de verano de 2010, Dolores recibió la visita de una paciente que le pidió sacarla de su comunidad enclavada en la sierra de Concordia, en Sinaloa, porque unos “armados” andaban buscando a su esposo para matarlo.
La mujer, que pocas veces hablaba durante las consultas, se frotaba las manos angustiada. La doctora, que llevaba diez años prestando servicio en la zona y que conocía las problemáticas de la localidad entre las gavillas, aceptó trasladar a la mujer y a sus tres hijos en un coche de la institución en completo sigilo
.—Mire, usted me puede meter a mí en problemas, pero vamos a decir que se le complicó el embarazo y que tiene riesgo de aborto.
—Sí, sí, lo que usted diga, pero ayúdeme, yo ya no puedo estar aquí —le suplicó en voz baja la paciente.
La doctora recostó a la mujer en una camilla y la subió a la unidad rotulada con las insignias de la institución pública, y a los tres niños los sentó a un lado de ella. Cuando llegaron al puerto de Mazatlán, después de un trayecto de dos horas, la mujer fue dada de alta y se refugió con unos familiares.
A las semanas, la doctora se la encontró otra vez en el poblado, y le dijo cabizbaja que había regresado porque habían matado a su esposo y la vida de ella ya no corría peligro.
Esta anécdota es tan solo una de las tantas historias que por más de una década le tocó presenciar a Dolores en su servicio por la sierra sinaloense. Primero como parte de su servicio social y después como doctora encargada de los módulos de salud.
“Yo le ayudé porque yo sabía que no era gente mala, sino una persona con necesidad que no tenía la culpa de las decisiones de su esposo”, dice la mujer de más de 40 años, ataviada con una bata blanca en un pequeño consultorio de una clínica de la secretaría de salud del Gobierno de Sinaloa ubicada en las periferias de Mazatlán.
En otra ocasión, hubo una balacera en la entrada del pueblo que la obligó a cerrar las puertas y las ventanas de su clínica durante horas. Cuando los balazos cesaron, unos hombres tocaron desesperadamente a la puerta. Dolores les abrió y uno de ellos se desangraba de la pierna. La doctora le extrajo la bala, lo limpió y lo suturó. Con el rostro aliviado, le dijo que ayudara a otro compañero que estaba en la camioneta herido. La mujer le pidió a su ayudante que lo atendiera él, pero el hombre la miró a los ojos y le exigió que fuera ella quien lo suturara. “Tú lo vas a hacer, porque contigo no me dolió nada”, le dijo con un tono amenazante.
Cuando terminaron de curarlos, uno de los hombres armados le aventó unos fajos de dólares sobre la mesa como una forma de agradecerle. “Yo tengo mi familia, le dije, le agradezco, pero lo único que quiero es trabajar tranquila, llévense su dinero, por favor”, recuerda que les indicó. El hombre, que no entendía bien por qué rechazaba el dinero, recogió los billetes y se fue con sus compinches en las camionetas baleadas.
Dolores es una de las decenas de médicos que han tenido que aprender a trabajar bajo condiciones de riesgo desde que se intensificó la guerra contra el narco. En los territorios recónditos, clavados en la sierra, cientos de sicarios y gavillas han llegado a quemar casas ocasionando el desplazamiento de cientos de familias. “Sí nos ha tocado ver muchas cosas, pero la regla que yo siempre le recomiendo a los que van empezando es que no se metan con ellos, que no les agarres ni un peso”, comenta.
En mayo de este año, tras el asesinato de un reconocido médico de Mazatlán, el gremio publicó un desplegado en la prensa local, para exigir un freno a la violencia en contra de ellos. La Sociedad Sinaloense de Salud Pública señaló que a causa de la ausencia de condiciones de seguridad cada vez eran más los trabajadores de atención a la salud que se habían visto obligados a dejar su profesión por la cruel amenaza de la violencia. “Exigimos respeto a nuestro trabajo y a nuestros espacios”, se exponía en el posicionamiento.
El calvario de los pasantes
Desde hace seis años, Ana es la enfermera del centro de salud de La Noria, un poblado serrano de Sinaloa. Actualmente es la única encargada de prestar servicios sanitarios porque desde mayo no hay doctor. Ella atiende a todos los sinaloenses que han bajado de la sierra por la violencia debido a que en algunas zonas ya no se cuenta con médico y las brigadas de salud han disminuido sus recorridos. Su mamá fue la enfermera de la comunidad hasta que ella la relevó.
Sus años de formación fueron a la par de que incrementó la violencia en el Estado. En el 2008, cuando comenzaron a repuntar los homicidios en Sinaloa, ella prestó su servicio social en las comunidades de San Ignacio, un municipio del sur de la entidad. Había comunidades como La Azotea o Pueblo Viejo, donde la secretaría de salud la trasladaba a ella y a sus compañeros en helicóptero porque no había otra forma rápida y segura de llegar. “La primera vez que llegué a uno de esos pueblos y estaba lleno de hombres armados pensé que había una base del Ejército porque todos iban con ropa militar, pero cuando los escuché hablar me di cuenta que no eran soldados”, recuerda.
La labor de ella en la sierra era la aplicación de vacunas. Con un termo, jeringas, sueros y vitaminas llegaba casa por casa a revisar a los niños. En una de esas ocasiones, cuenta, la mamá de uno de los pequeños le advirtió que a su esposo no le gustaba oír llorar a su hijo. Detrás de ellas, el hombre que portaba una cuerno de chivo (AK-47) le talló a Ana la punta del arma por la espalda. “Me estremecí y le dije que mejor dejábamos a su hijo para el final, esperando que el papá se fuera y me dejara hacer mi trabajo”, menciona.
Después de un año de concluir su servicio social le ofrecieron una plaza con un sueldo de 4.400 pesos mensuales en la cabecera de San Ignacio, pero no la aceptó porque no valía la pena correr tanto riesgo por un salario tan bajo. “En la secretaría de salud nos pedían que no nos maquilláramos, que lleváramos un pantalón flojo, una filipina suelta, el cabello recogido y una gorra. También no debíamos ser muy simpáticas porque podían malinterpretar cualquier cosa”, dice.
Una de las escenas que más le sorprendió fue ver que los ejércitos de sicarios estaban compuestos por adolescentes de 14 a 18 años de edad. “La primera vez que nos detuvieron para preguntarnos qué hacíamos por allá sí me dio mucho miedo porque los niños están tan inmaduros que no sabes cómo van actuar, son más torpes, más nerviosos y se avientan a disparar sin averiguar nada más”.
Unos años después logró conseguir un contrato de base en el centro de salud de San Marcos, una localidad perteneciente al municipio de Mazatlán. En el sanatorio ya había una enfermera que llevaba varios años ahí y que opuso resistencia a abandonar esa plaza. Al tercer día que llegó a su nuevo trabajo, las mujeres de las gavillas de armados —como les llaman— tenían tomado el lugar y no le permitieron entrar. “Me pidieron que me fuera porque no me querían a mí. Se empezaron a poner muy agresivas y le hablé a mi mamá llorando para que fueran por mi porque me daba miedo subirme al camión y que me hicieran algo los armados”, narra Ana.
Nunca más volvió a ese centro de salud, pero las intimidaciones no pararon ahí. Hace un par de años cuando ya estaba instalada en La Noria, tres mujeres se le acercaron discretamente y le dijeron que las mujeres de los armados no habían podido asistir a las pláticas de Prospera, y que debía ponerles asistencia —una condición para que les otorguen un apoyo económico bimestral es contar con las asistencias a la asesoría médica preventiva— para no tener problemas.
“Me dijeron que si les ponía la falta me podía pasar algo, pero yo pensé que no podía dejarme intimidar y si les permitía eso más adelante me podría ir peor, entonces no cedí y les puse la falta”, asegura Ana.
La Comisión de Defensa de los Derechos Humanos de Sinaloa, un organismo independiente, cifra en 37.000 las personas desplazadas por la violencia en todo el Estado desde 2012. Emma Rodríguez Choreño, presidenta de la asociación de Médicas Cirujanas de Mazatlán, explicó que hace cuatro meses los comisarios de unos poblados de Concordia habían acudido a pedirle ayuda porque grupos armados habían destruido las casas de los habitantes y habían tenido que dormir a la intemperie. “Desde entonces nosotros hemos estado recabando ayuda de la sociedad y les hemos juntado despensas, colchonetas, uitles escolares para los niños y ropa”, cuenta. Además han estado apoyando a las familias deslazadas que han bajado de Concordia y han necesitado ayuda médica.
*Los nombres de Dolores y Ana son ficticios, Fueron cambiados para proteger su identidad.
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