1
"Tienes cara de "Santo pilichi" solía decir de mí la tía cuando yo andaba por ahí cerca de sus trajines domésticos en la "casa del callejón"; Santo Pilichi repetía despacio varias veces para mis adentros de siete años; ¿qué será eso?, cavilaba sin saber si ofenderme o sentir aquella frase como halago.
El catolicismo ortodoxo de mi familia materna que algunos años atrás había ocultado en su hogar sacerdotes católicos, refugio para que aquellos presbíteros clandestinos salieran a la calle vestidos de civil con la sagrada Hostia para administrar el sacramento a un hermano en artículo de muerte, es de imaginarse que frases como ésta, "cara de santo pediche", fueran comunes en la jerigonza de las madonas de la casa.
Después pude enterarme que aludían al rostro de la estatua de algún santo patrono impasible en su nicho enmarcado dentro de una de las naves de la Capilla del barrio.
2
La breve casa de mi infancia, dos amplias habitaciones que daban al fondo con una sección rectangular de cielo de lámina galvanizada, poseía una puerta estrecha de madera y tela de alambre igual que las tres cuartas partes del muro que ventilaba hacia el pequeño patio de tierra y su limonero de hojas siempre plagadas de diminutas manchas negras.
Este raquítico limonero hijo vegetal consentido de mi apá, cítrico que jamás lograría alcanzar las alturas de un limonero de campo a pesar de los metódicos cuidados del jefe de la casa, fue siempre la fragancia de azahares de una familia durmiendo, en noches a cielo abierto, el calor intenso de los veranos, atenuado por las corrientes más frescas del valle.
3
Un cuarto de baño recién estrenado ubicaba junto a él un lavadero de cemento encostillado, con la necesaria pileta de agua en su costado.
Tras el patio vivía la otra tía mayor dedicada en cuerpo y alma al cuidado de los setenta y nueve años y cuatro meses del abuelo, un anciano de barba blanca y descuidada quizá por su reciente viudez.
En la dirección de los cerros del oriente de la ciudad, la calzada flanqueada por barreras de eucaliptos altísimos, conduce al camposanto donde seguramente el abuelo avizoraba ya su proximidad eterna, una cercanía donde habría quedado la fecha final de su existencia en una acta de defunción, esto era causa de sus eventuales crisis depresivas, que en ocasiones lo llevaban hasta el llanto por causas penosas pero comunes en las familias de la época.
En esos tiempos, en el pequeño patio contrastaba el modernismo del reciente cuarto de baño con varias basinicas de peltre blanco comúnmente compradas en el Mercado Municipal, que a nosotros, demasiados niños, nos atraían como el flautista de Hamelin apoyado por la etapa post pañal de usarlas a diario, así como una resistencia temprana al uso del W.C.
Con el tiempo, aquellas elegantes basinicas de peltre blanco, tan usadas por personas impedidas para caminar hasta el excusado, terminaron sobre la azotea del abuelo, de donde desaparecieron para vivir en la memoria de una infancia lúdica y traviesa, sin juegos electrónicos ni efectos especiales que la existencia del Cinelandia no llegaría a proyectar en sus días de promoción de dos por uno.