Hace 8 ó 10 años, cuando las ejecuciones criminales empezaban a ser cada vez más frecuentes en Cajeme, asistimos a una rueda de prensa donde algunos funcionarios y empresarios nos pidieron amablemente a los periodistas que no diéramos tanta importancia y difusión a cada nuevo asesinato.
Esto, nos dijeron, es peor en ciudades de Estados Unidos y los medios allá no le dan la primera plana. No nos pidieron que ocultáramos todo, no hubo advertencia de censura, pero sí una reiterada sugerencia para que no dañáramos la imagen de nuestra ciudad porque eso invebitablemente afectaría a la economía local y todos saldríamos perjudicados.
La violencia siguió creciendo y cada medio actuó de la manera ya conocida. En resumen, la realidad es más fuerte y los periodistas, cada quien con su estilo, están obligados a exhibirla. Lo peor sería esconder la cabeza como el avestruz, hacer como que no pasa nada, o aprovechar la desgracia de las víctimas y sus familias sólo para ganar clicks o popularidad.
En todo estos años la actuación de los gobiernos -local, del Estado y la Federación- ha sido lógica. Reconocen los hechos y emiten declaraciones para tranquilizar a la ciudadanía con promesas de más vigilancia, más seguridad, incremento de cuerpos policiacos y más equipamiento. Es obvia esta actitud porque el gobernante, bueno o malo, sabe que su primera obligación es impedir que cunda el pánico y preservar los cauces de la vida pacífica que practica la gran mayoría de los habitantes.
Tenemos otros datos
Sin embargo en los años más recientes, ante los números y encuestas de opinión que evidencian el crecimiento de homicidios dolosos e inseguridad, el discurso de los gobiernos se ha modificado para racionalizar la nueva realidad con la interpretación a modo de la evidencia estadística.
Así nos reiteran como logros la baja insignificante de homicidios entre hoy y el mes pasado o el año anterior. Variaciones que prácticamente significan nada pues en la realidad es imperceptible algún cambio en la saña e impunidad de las ejecuciones. La reducción de crímenes es tan exigua que pudiera deberse más a las cientos de bajas en la guerra mafiosa que a la acción de las corporaciones de seguridad.
Ya hemos visto de todo: ejecuciones a la luz del día o alrededor de un convivio popular, fosas clandestinas, asesinatos de policías, víctimas inocentes (nada de "colaterales") y miles de madres, espoas e hijos clamando al cielo cuando uno de los suyos cae por el impacto de las balas.
La respuesta oficial es inaudita: Se lo buscaron, la gran mayoría de las víctimas andaban en malos pasos y pues el que mal anda... Excusas, justificaciones, como si el Gobierno no tuviera la obligación suprema de garantizar la paz y seguridad de todos (buenos y malos) e impedir que en su territorio se armen guerras intestinas.
Ahora entran en juego las encuestas sobre percepciones de inseguridad y la primera reacción de la Secretaría de Seguridad Pública estatal es de beneplácito porque se redujeron las estadísticas en Nogales y Hermosillo, minimizando así lo trágico del caso cajemense. Y en nuestro municipio se acude a la comparación con años peores y la promesa de que tarde o temprano esto va a terminar.
Si nos atenemos a esos datos, la insignificante reducción porcentual de homicidos dolosos nos indica que estamos en una "meseta" estadística, como en los días terribles de la pandemia, y el declive sustancial de la criminalidad ocurrirá a largo plazo, tal vez demasiado largo.
Y en ese tiempo las balas pasarán cada vez más cerca de mucha gente inocente y pacífica.