Hoy abriré al público, el altar de muertos permanente que adornan mis recuerdos. No es un estante de fotos y comidas, con cempasúchiles y alguna que otra tequila.
No, yo abro ese altar como una puerta cuántica tridimensional para reunirme con los míos y hasta con los ajenos. Si, esa fiesta permanente que tienen mis hermanos idos, como cuando entrabas a una disco de los 70s. Ahí me refugio cuando la tristeza me embarga y rehúyo sus notificaciones, cuando las incongruencias sociales envenenan mis sentidos, cuando los humanos se quitan la piel y se convierten en animales en guerras con víctimas inocentes.
No sé si esa fiesta imaginaria sea el infierno, donde de seguro tengo membrecía VIP, pero vale la pena el aquelarre social pues ahí estan mis amigos. En ese carnaval de recuerdos, no requiere disfraz especial, ni pago alguno, los peroles estan de oferta y se pagan con pecados, les digo ¿hay por ahí alguna alberca?
De entrada, veo a mi padre con dos años de ausencia, tocando, montado en su Ludwig perlada el solo de Caravan, de tizol y Ellington, a lo lejos me saluda indiferente, como si le fuera a cobrar los pagos no hechos de mantención familiar pendientes aún. El comité de bienvenida está a cargo de Miguel Muñoz, Octavio Meza “El Chicles”, “Luiggi” Montoya, Roberto Romero, quienes me recuerdan que siempre me guardan un lugar en la orquesta, atención que se agradece, no esperaba menos, pero que tendrán que esperar algunos años más, sin mi requerida ausencia.
En la pista de abajo, que no es el purgatorio, aparece el güero Hernán, cantando apasionada melodía acompañado por Enrique Hermosillo, “el Chiliko” en la bataka, y el compa Mike en el bass. Es “El presidente” de aquel tiempo con sus cajones de concreto en el techo robando sonidos, como es una fiesta de estudiantes, el maestro Montoya nos invita al “Toro” donde nos echamos la paloma, donde Roberto nos sigue apantallando con su potente voz. Ahí mi compadre Chicles me canta alguna canción de Roberto Carlos con el inconfundible color que se le recuerda.
Siguiendo la juega, nos vamos al valle grande donde Luis agarra su trombón, yo al piano, miguel a la guitarra, Julian Villela en la batería, Nájera en el bajo, el “Gigio” en las maracas y una botella de “Grand Manier” pa la ronquera.
Pedí permiso para ir a visitar a mis queridos maestros: Don Gilberto Borrego Zamudio (mi padre político) Don Cirilo Magdaleno (mi padre musical), Don Héctor Navarrete Dondé (Mi padre Intelectual) a Doña Julia Salas Ballín (Mi madre putativa, se lee mal, pero así se escribe), a mis amigos: Don Enrique Rodríguez, Joaquín Jiménez, a mis Hermanos: Jorge Gómez Cruz, Raúl Reyes Patiño.
Finalmente, la juerga que duró un eterno segundo terminó, sé que el altar de muerto tridimensional estará siempre abierto, para recordar el lado positivo de quienes formaron parte de mi historia particular y sobre todo, cuando la tristeza embargue lo que Hacienda y mis acreedores dejen a salvo. Es Cuanto.