Paula se ha pasado la semana de vacaciones encerrada en un cuarto de hotel. A los 17 años se niega a ponerse traje de baño para bajar a la playa o a la alberca, pues considera que está “demasiado plana”. Varias de sus amigas ya se operaron las bubis, y Paula teme verse “deslucida” junto a ellas.
Conozco al grupito de amigas y ella es mucho más guapa, delgada eso sí, pero, por lo demás, espectacular; sólo que ella “prefiere” terminar una traducción en la que ha estado trabajando, que nadar o pasear en la playa. Tampoco irá de antros por la noche, pues piensa que los rellenos del brasier podrían delatarla: “es fácil usarlos bajo un suéter o con una camiseta, pero mucho más complicado si se quiere lucir un escote”.
Paula lleva más de un año juntando el dinero de la cirugía estética que quiere realizarse. Para ponerse buenos implantes mamarios ha ahorrado y está segura de que conseguirá el resto en los cuatro meses que le faltan para cumplir 18 años.
Su madre, que no aprueba la operación, le dijo: “si eso quieres, lo harás cuando seas mayor de edad. Nosotros no te damos permiso ahora ni te lo vamos a pagar”.
Hace unos años, el colombiano Gustavo Bolívar escribió Sin tetas no hay paraíso, la historia de Catalina, una joven pobrísima que decide ponerse implantes para dedicarse al comercio sexual con los narcos.
La historia, tomada de la vida real, se produjo como telenovela, consiguiendo el récord en teleaudiencia. A
hora bien, ¿qué sentido tiene un aumento mamario en una jovencita ilustrada de clase media alta que va a estudiar economía en una universidad privada? Una característica de la cultura de los jóvenes es que quienes la integran comparten denominadores comunes, pese a las diferencias de clase social. Por eso Paula anhela lo mismo que muchas jovencitas de otros sectores sociales y otras latitudes.
Cuando vio que no había manera de convencer a sus padres de que en lugar de un viaje le pagaran la operación, la joven se puso a hacer traducciones. Su madre dice que lo único bueno que ha traído esa obsesión por agrandarse el busto es esta disciplina de trabajo, pero está preocupada por Paula.
Le parece innecesaria la cirugía, teme que cuando sea madre no pueda amamantar, considera absurdo pasar por un proceso doloroso para adecuarse a un dictado cultural. Mientras tanto, Paula le responde que la belleza ha sido siempre una aspiración de las mujeres; por lo tanto, es “natural” su deseo de hacerse lo necesario para “ser bella”.
En el mundo de la cirugía estética circula un discurso que vincula las transformaciones quirúrgicas con el progreso científico y el derecho a decidir. Por eso Paula regresó de una consulta llenándose la boca con “el derecho a modelar mi cuerpo”.
Así, una idea fundamental de los derechos humanos –el derecho a decidir– es usada para promover la “normalización” de la cirugía.
Aunque Paula dice que se quiere operar “para verse mejor”, tal parece que ha caído, como muchas otras jóvenes, en lo que Naomi Wolf denominó “la trampa de la belleza”: la autoexigencia de conformarse a un ideal estético estereotipado.
Millones de imágenes de mujeres “bellas”, publicadas en revistas, alimentan el mito. Esa difusión de modelos está sostenida por las industrias de belleza que invierten billones de dólares en la fabricación de productos cosméticos y que han hecho de la cirugía plástica la especialidad médica de más veloz crecimiento.
Lo que hace daño de este mito no es el deseo de verse bien y de agradar, sino el imperativo de ajustarse a un determinado tipo de belleza. Y lo lamentable es que ahora tener senos grandes se ha convertido en un requisito indispensable para que las jóvenes se sientan atractivas y aceptadas.
En ciudades como Buenos Aires, Río de Janeiro y Bogotá empieza a ser costumbre en cierta clase social que las quinceañeras pidan de regalo la operación.
Las ansiedades personales de las adolescentes, su incipiente autoestima, su obsesión por ser atractivas, son fuerzas poderosas para el florecimiento del comercio quirúrgico. Además, muchas chicas lo viven como “una inversión” que les redituará en un mejor trabajo, mayor posibilidad de conseguir pareja, etcétera.
Junto a las complicaciones físicas derivadas de la operación, lo que hace daño es el hecho de que el tamaño de las bubis, tetas o lolas se haya vuelto una medida de valorización o desvalorización.
Si bien para la mayoría de los hombres los senos grandes siempre han sido un atractivo, la creencia de que las mujeres con tetas grandes tienen más éxito es una ficción, no sólo porque muchos hombres prefieren seños pequeños (y otras partes de la anatomía), sino porque las partes del cuerpo no están cargadas intrínsecamente de valor. El valor se lo adjudicamos las personas a partir de los intercambios emocionales y físicos que tenemos.
El disfrute gozoso del cuerpo es un elemento fundamental, y unos pechos que pierden sensibilidad, o que están falsamente duros, o a los que no se puede estrujar, pueden deserotizar rápidamente.
Tal vez es iluso pensar que las jóvenes como Paula podrían, en vez de modificar sus cuerpos, cambiar la perspectiva con la cual los valoran. Habría que alertarlas sobre las complicaciones que este tipo de operaciones producen, y no sólo las médicas.
Cosificar sus cuerpos y percibirlos como un objeto mercantil llevan a jóvenes como Paula a desilusiones, que tratan de curar con otras cirugías, que derivan en más desilusiones