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El Astrónomo de La Mariquita

Jesús Noriega
Lunes 01 de Febrero de 2010
 

Texto escrito en ocasión de la muerte de Antonio Sánchez Ibarra, ocurrida el pasado 13 de septiembre, y hoy publicado con motivo del segundo aniversario del Planetario local, donde fueron depositadas las cenizas del astrónomo este domingo 31 de enero.

 

Siento la obligación de escribirlo hoy, en la triste ocasión en la que se anuncia la muerte inesperada de Jesús Antonio Sánchez Ibarra, el astrónomo sonorense por antonomasia. No sé si el mejor, pero sin duda el más querido y conocido de todos ellos.

Hace veintidós años, un grupo de profesionistas que estábamos de mirones en la ostentosa Casa Green, en pleno corazón de Cananea, encontramos a un hombre joven, dinámico y sociable, era Jesús Antonio Sánchez Ibarra.

Nos invitó a conocer la casona y se extralimitó en cortesías; con desparpajo aseguraba que nos hacía falta conocer la otra cara de Cananea, por lo que nos urgió a que visitáramos el observatorio ubicado en una alta meseta de La Mariquita.

Algunos de aquellos visitantes regresamos a la residencia de míster Green, solos o acompañados; decía antes, volvimos a la casa-museo y encontramos otra vez a aquel hombre atento, de palabra fácil y trato amable, que rondaba los espaciosos salones de la residencia que fuera el hogar del Coronel Green.

Siempre que lo encontramos, nos acometía con la pertinaz insistencia de que conociéramos el telescopio y nos diéramos una “asomadita” al cielo. No olvido la frase con que nos retó: “ustedes por su profesión científica deberían ser los primeros interesados”.

Y a fuer de perseverancia nos convenció; dos de la media docena pactamos cita. Conocimos en septiembre de 1987 el Observatorio Astrofísico de Cananea, al que años después bautizarían con el epónimo Guillermo Haro.

Desde el puerto emblemático de Cananea, subimos por el sendero serpenteante de la montaña, y en un claro de la cima, al pie de la construcción inesperada en lo alto de la sierra, sonriente nos esperaba Jesús Antonio.

Intuí de un vistazo la personalidad activa de nuestro anfitrión: tenía la urgente e imperiosa necesidad de contarle al mundo las experiencias de mirar el universo desde aquella mole de columnas y polines de ciencia ficción.

Y esa fuerza vital la contagiaba, tanto que tengo presente el recuerdo del brillo alegre que brotaba de sus ojos rubricando las palabras.

Entusiasmado, detalló en metros y centímetros las dimensiones del tremendo lente y otras milagrerías de la óptica; explicó los alcances inconmensurables de la vista humana a través de aquellos espejos y cristales pulidos, puestos en orden sucesivo; nos trajo del tingo al tango por la enorme estructura, con una vitalidad que obligaba a seguirle el paso casi a trote.

Vimos satélites, planetas y constelaciones conocidas, pero también otros astros de nombres y detalles inextricables. Por mi parte, nunca imaginé que en aquella generosa montaña, hoy devorada por la carcoma humana de gambusinos al mayoreo y a tajo abierto, hubiera lugar para esa genialidad de la inteligencia humana.

Bajamos del cerro tres o cuatro horas después de que el sol se había apagado. El doctor Nevárez y yo traíamos dos novedades en la memoria: la portentosa construcción que en la punta de la montaña albergaba mundos de ciencia insospechados y… y una admiración superlativa por el Astrónomo de La Mariquita, de apariencia frágil pero lleno de vitalidad y conocimientos alegres.

Salí muchísimos años de Sonora; el día que volví lo reconocí de inmediato en la televisión local; explicaba con lenguaje coloquial, envidiable claridad y, con lujo de detalles, los fenómenos astrológicos de la fecha o la temporada; esa vez del 2001, también comentaba los contenidos de algún libro suyo.

Lo seguí encontrando con frecuencia en los medios electrónicos, y en cada ocasión, me sorprendía la vigencia de su optimismo y su necesidad de comunicar ciencia. Lo escuché por última vez hace unos días; en una entrevista de radio en la que explicó en forma sencilla y convincente los trucos que había en una comunicación pseudocientífica que aseguraba la aparición de dos lunas en el cielo de Sonora, creo que para la noche del 27 de agosto.

Sin otra relación con Jesús Antonio Sánchez Ibarra que aquellos fugaces encuentros de 1987 en Cananea, lamento también su partida y concuerdo que su muerte anticipada es pérdida dolorosa.

Fue de esos hombres de la mitad del siglo XX que dieron y dan contribuciones básicas para forjar con solvencia y orgullo el Sonora que irrumpe fogoso en el mundo globalizado.

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