Alguien está buscándonos
Tere Padrón
Martes 11 de Enero de 2011

Dios no es importante si no es lo más importante
Abraham Joshua Heschel


Existir es una bendición.Ser, es sagrado
A.J. Heschel


Comienza un nuevo año y con él, el miedo y la incertidumbre respecto de nuestra vida, en general. En la atmósfera se percibe una especie de presencia amenazante y andamos nuestra cotidianidad con más cuidado, con más cautela. Nadie sabe de dónde vendrá el golpe, pero seguro que llega, más tarde que temprano. Ya no hay lugar seguro. Las calles se recorren rápidamente, para no ser alcanzados por el infortunio. La casa no es ya el refugio seguro. Más bien, es ahí, justamente, donde ha nacido la ”semilla del mal”, nos decimos.

Medimos nuestra vida en pequeños pedacitos de tiempo que aceleramos, a través de la tecnología, para que pasen lo más pronto posible y que nos mantengan siempre ocupados, entretenidos,  para que se nos olvide que la vida es un infierno y que cualquiera puede ser el enemigo.

Eso, es mejor y más fácil que afrontar las preguntas fundamentales. Eso es más cómodo y mucho más sencillo que “entrarle al toro por los cuernos” y aceptar nuestra responsabilidad en la terrible situación por la que estamos pasando. Mejor evadirse, olvidarse con banalidades y con superficialidades antes que someterse a un cambio radical que implicará sacrificios, exámenes de conciencia, preguntas difíciles (para las cuales tal vez no hallemos repuesta) y en fin, a una  auto evaluación y aceptación de nuestra complicidad en la creación del actual estado de cosas.

Nos preguntamos ¿cómo es posible que hayamos llegado a este punto? ¿En qué momento nos volvimos malos? ¿Qué les pasó a todos los buenos del mundo? ¿En dónde están la justicia, el respeto, la igualdad, la compasión, la solidaridad? ¿Qué no fue eso lo que les enseñaron a nuestros hijos en las escuelas carísimas y religiosas a las que los enviamos? ¿Qué no ha sido suficiente con dedicarme a no hacer daño a los demás y trabajar por mi familia? ¿Qué no existen ahora instituciones laicas y organizaciones civiles que ayudan a todos los pobres (y, por cierto, a las cuales nunca he pertenecido ni apoyado)? ¡Pero si yo he sido una buena persona! He acudido a mi trabajo puntualmente;  he mantenido a mi familia y les he dado todo; he sido un ciudadano respetuoso de la ley; he procurado ir a misa por lo menos una vez al mes  (y he dado buena ofrenda)….

Hoy, tristemente nos damos cuenta que no basta con ser una “buena persona”. Que lo que hacemos o dejamos de hacer individualmente se refleja, tarde o temprano, en lo que ocurre en nuestra sociedad. No es suficiente con trabajar para cubrir nuestras propias necesidades y para darnos nuestros propios lujos. No. Somos parte de una sociedad y una sociedad es un cuerpo. Cuando alguno de sus miembros falla, falla el cuerpo entero. Por eso, aun cuando individualmente tengamos gustos, intereses, preferencias, inclinaciones sexuales, religiosas, políticas diversas, somos parte de un todo muy complejo, muy rico, muy variado y muy diverso que demanda de cada uno de sus miembros, el mismo respeto, el mismo cuidado, el mismo interés.

La sociedad de consumo actual (cuyo modelo principal  es Estados Unidos), nos ha programado y entrenado no para el individualismo, sino para el egoísmo. Para pensar primero en nosotros mismos y después también. Para adquirir cosas que no necesitamos pero que nos harán “ser alguien” en la vida. Cosas que nos darán un “valor” que no poseemos. Nuestro cuerpo mismo se ha vuelto un producto de consumo. Dedicamos horas a “estar bien”, a “vernos bien”, para que nos compren, para que nos admiren, para que nos envidien, nos deseen, nos consuman y nos desechen. Como todo bien consumible. No importa si ocurre por un periodo breve, queremos ser necesitados, requeridos y queridos y aunque después nos olviden. Queremos vivir nuestro  instante de gloria. Y en esos menesteres se nos pasa la vida, sin voltear a ver el rostro del otro, del que está junto a nosotros, del prójimo (de hecho, esa palabra nos sigue pareciendo extraña, ¿qué es el prójimo?)

La frustración que genera el hecho de ser invisibles, de no ser vistos, de que no se nos tome en cuenta, de que sea como si no existiéramos, ha hecho que nos olvidemos por completo de el hecho más trascendente en nuestra vida. La vida misma. Inmersos en una vorágine de publicidad que nos dice que nuestro valor como personas radica en cuántas cosas poseamos, se nos olvida que somos poseedores de lo más precioso. La existencia misma. De que, al existir, damos testimonio  del más fortuito y milagroso de todos los acontecimientos posibles, la vida.

Pero esa vida, para tener sentido, debe avocarse no sólo a satisfacer sus propias necesidades, sino a volverse necesaria para alguien más. Dice el filósofo y rabino Abraham Joshua Heschel, en su hermoso libro El hombre no está solo   “Los animales se conforman cuando sus necesidades son satisfechas. Y aún ellos manifiestan placer en nuestra compañía. El Hombre, en cambio, insiste no sólo en satisfacerse, sino en ser capaz de satisfacer. En ser necesario, no sólo en tener necesidad…de hecho, la felicidad puede definirse como la certeza de ser necesitado”.

Pero, ¿quién nos necesita? Muchas veces, solemos pensar erróneamente, que somos absolutamente indispensables para otras personas. Que para que sus vidas tengan valor, deben depender del valor que nosotros les demos. Pero la experiencia nos dice que lo que somos capaces de hacer por los demás, no es sino una insignificancia y no representa para esas personas algo relevante o indispensable. Sin embargo, el hombre es capaz de dar mucho más  a la sociedad de lo que ésta está dispuesta a recibir. Porque, ¿y si la sociedad rechaza lo que queremos darle? ¿A quién podemos ofrecérselo?

El significado último de la existencia humana no puede derivarse del servicio a la sociedad, puesto que la sociedad misma está necesitada de significado. ¿Entonces? ¿Quién sí nos necesita? Dios. Él, discreto, camuflajeado con la naturaleza, transfigurado en bondad, en paz, en amor, en empatía, está sólo en espera de que vayamos a buscarle. El fin último del hombre sólo puede ser aspirar a Él, quien es fuente de todo lo bueno. Solemos hablar de ética, de principios, de valores, de moral, pero nos olvidamos que éstos emanan de una fuente única. Dios. Y Él está necesitado de nosotros, de nuestra vida recta, de nuestra demostración de amor hacia Él a través de poner en práctica sus preceptos. Dios nos necesita para dar testimonio de su infinito amor por nosotros, al darnos la vida y todo lo que hay en ella.

Dios busca al hombre. Nunca se aparta. Sólo guarda una distancia prudente respecto de nosotros, para que podamos buscarle, paciente y amorosamente, como el niño que, jugando a las escondidas, espera que su compañero de juego lo encuentre. Lo escucha acercarse, moverse, alejarse de nuevo, pero él permanece en su lugar, hasta ser hallado y entonces, estalla en un grito de alegría y ambos se alejan, abrazados, a continuar el juego.

Y la dimensión divina no es como la humana, temporal.  Dios es eterno, infinito, no es perecedero, como tampoco lo son sus preceptos. Éstos son duraderos, atemporales. Por eso es que jamás podremos acceder a Él a través de cosas materiales, puesto que éstas son finitas, volátiles, efímeras. Mientras no entendamos que la vida tiene sentido porque emana de Él y debe aspirar a Él, no podremos valorarla en su entera dimensión. No podremos apreciarla ni percibir la maravilla de estar vivos, de ser, independientemente de lo que poseamos materialmente. Dice Heschel “Dios no es importante si no es lo más importante”. Si no es Él la medida de todas las cosas, entonces la vida carece de sentido. Él y sólo Él debe ser el fin último, porque sólo Él es perfecto.

Debemos, ciertamente, volver a ser como niños. Recuperar la capacidad de maravillarnos ante lo natural, no ante lo artificial. Debemos intentar cubrir, por supuesto, nuestras necesidades materiales elementales y, por qué no, satisfacer algunos de nuestros deseos y los de nuestras familias, siempre que ello no implique someter a alguien más para lograrlo. Pero estas necesidades, inherentes todas al ser humano, sólo deben servir como vehículos para acceder a satisfacer la necesidad última, que es el encuentro con Dios. Porque esa es nuestra única necesidad real. Las otras, salvo las indispensables para mantenernos vivos, no son reales. Nos son impuestas por la publicidad.
 
No estamos hechos sólo de carne, sino de espíritu. El hálito divino que Dios infundió en Adán después de crearlo con barro. Es a través del espíritu que el hombre encuentra su vínculo con lo divino y con el resto de la creación. Es sólo en la dimensión espiritual que nuestra vida adquiere sentido, puesto que sólo a través de ella podemos acceder a la esfera de las cosas divinas, ultraterrenas y entrar en comunión con Él, que sólo está en espera de ser requerido, buscado y hallado por nosotros.

Teresa de Jesús Padrón Benavides

Invierno, 2011

 
 

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