Alacranes con alas
Tere Padrón
Sábado 05 de Marzo de 2011

Now you don’t talk so loud, now you don’t seem so proud
 Of having to be scrounging your next meal…
Bob Dylan

El infortunio  amansa el carácter. Lo vuelve a uno dócil, manejable, incluso amable. Cuando la vida nos ha hecho una jugarreta y hemos perdido ciertos privilegios, hemos “bajado de nivel” económicamente, o nuestra salud se ha comenzado a deteriorar, o ya nos somos el alma de la fiesta  ni llamamos tanto la atención,  empezamos a ver todo desde otra perspectiva. Las frases hirientes o el sarcasmo que usábamos para hacer mofa de quienes no gozaban de nuestro estatus, han cedido su lugar a otras más amables, más cordiales. De pronto nos hemos dado cuenta de que, en el fondo, no éramos los “chicos malos” o las “mujeres fatales” que pretendíamos ser. Todo eso sin mencionar  la violencia y el crimen de los últimos años que  han trastocado nuestra vida en forma directa, ya que muchos hemos sido víctimas de ésta o, por lo menos, nos hemos visto involucrados (o alguien de nuestra familia) en situaciones de riesgo.

Ante este panorama incierto, de repente nos descubrimos vulnerables, frágiles, indefensos. Ya no miramos de reojo o por arriba del hombro a los demás, ya no levantamos la ceja o fruncimos el ceño, ya no hacemos alarde de nuestro carro nuevo, o nuestro “look” a la moda;  ya no gritamos ni alzamos la voz; ahora cedemos el paso cortésmente, respetamos los semáforos, bajamos la velocidad, decimos “por favor”, “gracias”, “con permiso”.  Ahora nuestras bromas y chistes no son crueles, se han vuelto “light”. Ya no traemos la música a todo volumen (incluso nuestros gustos musicales han cambiado).  Antes, nos gustaba fanfarronear de nuestras nuevas “adquisiciones” en el terreno amoroso; ahora nos hemos vuelto a enamorar de nuestros cónyuges. Hemos “redescubierto” todo lo que de bueno tenía ese compañero o compañera nuestro (a) y lo hemos (finalmente) comenzado a valorar.

Hace unos años apenas, nos importaban mucho las marcas. De eso dependía, en gran medida, el que nos aceptaran en el círculo (tribu) al que queríamos acceder. Ahora no nos da pena admitir que compramos en los tianguis, que utilizamos vales de despensa y que andamos “cazando” las mejores ofertas.  Ya no nos avergüenza traer un carro “modesto” (al fin que sirve para lo mismo  que uno de lujo, nos decimos).  Repentinamente, llegan a nosotros los nombres de todos nuestros viejos compañeros de escuela, incluso aquellos a los que menospreciábamos o insultábamos por tener algún defecto físico. ¡Ah! ¡Qué tiempos aquellos! Decimos. Desearíamos tener, ahora mismo, aunque sea un solo amigo de verdad. Pero es imposible. Durante todos estos años me volqué hacia mí y no vi más allá. Jamás los busqué, olvidé sus caras y sus nombres. Cómo quisiéramos volver el tiempo atrás y pedirles perdón y decirles que somos buenos, que sólo estábamos bromeando, que no lo decíamos en serio. Asegurarles que, en el fondo, siempre los quisimos (aunque jamás los invitamos a una de nuestras reuniones). Demasiado tarde. Ellos, seguramente, también  nos habrán olvidado.

De un día para otro, nos percatamos de que los demás también existen, de que hay otras personas además de nosotros, con los mismos miedos, las mismas necesidades y los mismos anhelos. Pero, ¿por qué hasta ahora? ¿Qué es lo que ha hecho que, de repente, comencemos a salir de nuestro ego y a ver más allá de nuestro microuniverso?  ¿En qué momento me percaté de que no soy, ni de lejos, autosuficiente, o indispensable o necesario? El miedo. El miedo a morir, que es el “padre” de todos los miedos, nos ha tamizado. Nos ha ablandado porque nunca como antes habíamos valorado tanto nuestra integridad física. Nunca como antes habíamos apreciado todo lo que de bueno tiene nuestra vida, aun despojada de todas las cosas materiales. Una casa, un carro, una televisión, son sólo cosas y, como tales, reemplazables o incluso prescindibles. La vida, es única, irremplazable, preciosa.

El miedo a morir también nos ha descubierto como viles aprendices de malos. Antes, presumíamos de valientes y de invencibles. Ahora nos damos cuenta de que somos sólo “amateurs” comparados con los verdaderos tipos malos, a quienes no querríamos tener que enfrentar.  Ahora preferimos parecernos a personas más educadas, más amables, con modales y buenos hábitos (como ir a misa los domingos, por ejemplo).  Y es que, como bien reza el dicho, “el miedo no anda en burro”, o sea, el miedo lo hace a uno alejarse a toda prisa del peligro y tomar otra dirección, ahora sí, la correcta, la que siempre supimos que era buena, pero que nunca quisimos seguir, pues preferíamos continuar en nuestro papel de indestructibles. Además el ser un bravucón no es sinónimo de valiente. Otro refrán, bastante conocido, dice: “Lo cortés no quita lo valiente”.

Dios no les da alas a los alacranes (para continuar con los refranes). O más bien, cuando ve que los alacranes quieren volar, les recuerda, de varias formas, que esto les está vetado. Él, en su infinito amor por nosotros, nos vuelve a dar otra oportunidad y su compasión es tanta que nos manda otra señal, más tangible, más clara, más comprensible de lo que Él espera de nosotros. Comienza por quitarnos algunos privilegios y termina por enfrentarnos al miedo, al dolor, a la necesidad e incluso a la enfermedad (semejante a las pruebas por las que pasó Job) y tiene fe en que ahora sí, entenderemos el mensaje.  Tiene fe en que esta última prueba de lo que el hombre es capaz de hacer contra el hombre, nos orille a voltear a ver el rostro del otro y verlo a Él en ese rostro y hacer con esa persona lo mismo que nos gustaría que hicieran con nosotros si nos halláramos en su lugar para, de esta forma, evitar humillarle o despreciarle o hacerle sufrir.

Sólo así, cuando nos vemos despojados de todo lo superficial, es cuando comenzamos a mirar nuestro rostro en el espejo tal y como es y la mayoría de las veces, la imagen que nos devuelve no nos gusta. Porque cuando vemos todo lo malo que está sucediendo en el mundo, vemos un reflejo de todo lo malo que hay en nosotros mismos y sólo entonces, desde la culpa, desde el remordimiento, desde la humillación, surge, renovado, el hombre bueno que hay en nosotros y que siempre estuvo ahí,  y al cual ahora sí acudimos en busca de refugio en medio de la tormenta. Siempre nos dijeron que había que parecer malos para hacernos respetar. Ahora sabemos que hay que ser buenos para preservar lo mejor que tenemos, la vida.

Teresa de Jesús Padrón Benavides

 
 

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