El libro de Cristina Rascón La economía del arte (Nostra ediciones, 2009) es una invitación para conocer en grandes trazos una disciplina por desgracia poco frecuentada por quienes practicamos o promovemos actividades artísticas y culturales.
La economía del arte, nos dice la autora, “es una subdisciplina de la economía moderna que identifica y analiza el comportamiento de productores y consumidores de obras y de manifestaciones artísticas, tomando en cuenta tanto valores económicos como valores culturales”. Se me ha invitado en esta ocasión a comentar un poco sobre el libro de Cristina desde el punto de vista del arte y de la cultura, por lo que atenderé de manera breve los valores culturales señalados en la definición.
“¿Arte y economía? ¿Dialéctica o pugna perpetua?” Con estas dos interrogantes inicia la discusión la autora y con ello nos recuerda de inicio la desconfianza, y a veces resentimiento, con que solemos mirar los promotores y creadores a los imperativos económicos a que se ven sujetas nuestras labores. Más aún en un país en el que la participación del sector privado en muchas áreas de la cultura es todavía incipiente y en el que esperamos que el goce de los bienes culturales sea gratis para los consumidores. En palabras que aprendí del libro de Cristina, esperamos que algo que es un “bien mixto” sea siempre, o casi siempre, un “bien público”.
También cabe mencionar el recelo con que presenciamos el éxito comercial de algunos de nuestros colegas, a quienes solemos excomulgar de nuestro parnaso particular o les aplicamos el muy mexicano ninguneo. Dice un poema: “Con usura no tiene el hombre casa de buena piedra / con bien cortados bloques y dispuestos / de modo que el diseño lo cobije, / con usura no hay paraíso pintado para el hombre en los muros de su iglesia / arpas y laúdes / o lugar donde la virgen reciba el mensaje / y su halo se proyecte por la grieta.” Son los versos con que inicia uno de los Cantos de Ezra Pound, diatriba contra las musas vendidas y exaltación del arte por el arte, famoso tanto por su belleza como por su burdo antisemitismo. La idea romántica del artista pobre, mártir de sus visiones e insobornable (o quizás sólo la imagen de un descarriado, resentido con el mundo e inútil para ocupaciones más viriles, pero igualmente pobre por vocación) sigue teniendo un lugar en la imaginación colectiva. “Lo hace por el amor al arte” tiene un sentido perfectamente definido en nuestra lengua.
Justificados o no, estos prejuicios comúnmente alejan a los artistas y escritores de las consideraciones económicas de su quehacer, y en ello no sólo se perjudican a sí mismos, sino que también deshonran a la disciplina que practican al no contar con elementos sólidos para justificarla ante la comunidad como productora de beneficios que son también materiales (como ingresos y empleos). Carencia grave si a la vez lo que se quiere y de lo que muchas veces se depende es de programas y políticas públicas de fomento, acceso equitativo y financiamiento de la cultura y las artes.
Para bien y para mal, muchos seguimos pensando que la cultura y el arte se justifican por sí solos, que son valores o manifestaciones de valores sin los cuales no se puede vivir, o por lo menos sin los cuales nuestra existencia sería brutal y desgraciada. Me parece que este punto de vista no sólo es sostenible, sino que además Cristina nos enseña en su obra cómo la economía del arte no prescinde de esa perspectiva: la incluye categóricamente al estudiar a la obra de arte como al mismo tiempo un bien privado, un bien público, un bien de mérito y un bien cultural. (Todos ellos términos que el libro que nos ocupa explica muy bien.)
Un bien cultural es, según la autora, algo que genera, contiene y expande valores estéticos, espirituales, sociales, simbólicos y de autenticidad. Muchas veces esos valores tienen un efecto directo en los involucrados en la producción y consumo del bien cultural, como son los creadores mismos y los consumidores; otras veces esos efectos no son inmediatos, y se proyectan como beneficios sociales como el prestigio de una cultura o la cohesión e identidad de un pueblo. En la actualidad, intentar convencer a los encargados de asignar recursos sobre la realidad de esos beneficios pasa, primero, en no darlos por sentado por muy obvios que pudieran parecer y, segundo, en diseñar estrategias más eficaces para difundir los datos “duros” que, a cuentagotas si se quiere, poco a poco empiezan a emerger en las investigaciones alrededor del mundo. Exactamente en qué beneficia a una persona escuchar música de arte, asistir a una galería o leer literatura nos parece evidente a quienes más o menos tenemos esos hábitos; no lo es así para el grueso de la población (incluidos burócratas y empresarios), y de nada nos sirve desgarrarnos las vestiduras y después voltear el rostro, ofendidos, hacia otro lado.
Desde luego que eso no es todo. Falta también diseñar indicadores con qué medir esos beneficios. Y dado que en muchos casos se trata de dimensiones no cuantificables (como la belleza, el placer, la inteligencia o el compromiso con ciertos valores), la tarea es formidable. Año tras año, quienes pasamos por la tortura de llenar informes sobre lo que hacemos nos quejamos de que los criterios que se emplean para evaluarnos no se ajustan muy bien a los “productos” que ofrecemos, a los resultados que obtenemos. “Tus indicadores son intangibles”, me han espetado más de una vez. A ver, a ver. De acuerdo con el diccionario de la Real Academia, “intangible” significa “que no debe o puede tocarse” y, por extensión que no debe o puede percibirse de manera precisa. También se emplea como sinónimo de “incorpóreo”. Pero no creo que alguien nos pueda convencer de que no podemos distinguir, con razonable precisión, entre una persona que es culta y la que no lo es, entre alguien que aprecia la poesía y alguien que no, o entre quien ha aprendido y quien no ha aprendido a dibujar o a pintar tras tomar un curso. También percibimos cuando a la gente lo gusta o le desagrada lo que creamos o promovemos, y también experimentamos con nitidez el valor de una pieza de arte (traten de imaginar que alguien quema frente a sus ojos algún cuadro de su pintor favorito, y piensen en qué sienten). Todas estas son cosas que buscamos fomentar y que no tenemos manera, en un mundo regido por las formas y los formatos, de registrar. Pero que algo sea intangible no puede querer decir que no puede percibirse. Piénsese en nuestras actividades más comunes, en nuestro trato diario con las personas y los objetos cotidianos. ¿Desde cuándo advertimos sólo lo que podemos asignarle un valor numérico? ¿Sólo lo cuantificable es real?
El colmo de esta ontología que divide al mundo en las cosas duras (lo cuantificable y real) y las cosas blandas (lo incuantificable y vaporoso) es cuando en las escuelas hablamos del “mundo real” para referirnos al mercado laboral. ¿Será que lo que hacemos en las escuelas no es real, que somos quizás fantasmas o habitantes confundidos de la famosa caverna que nos describió Platón?
En fin, es preciso que las “externalidades positivas” (otra palabrita que aprendí en el libro de Cristina) de la producción y consumo de bienes artísticos y culturales ocupen el puesto que merecen en el diseño de políticas públicas, en las escuelas y en las empresas. Contribuyo aquí con una pequeña nota al respecto, ubicada en el contexto académico, que es en el que me desempeño.
Dado el estado actual de las investigaciones no es fácil resumir ni difundir los hallazgos concernientes a las relaciones entre la enseñanza de las humanidades y de las artes con el desarrollo cognitivo y el desempeño académico. Se trata de un conjunto de estudios en crecimiento y que se manifiesta con diversos enfoques y en varios campos de estudio, como la psicología, la neurología, la pedagogía y la lingüística. Aquí nos limitaremos a mencionar sólo un ejemplo esas investigaciones.
Un compendio importante y vigente de ensayos sobre el arte y sus beneficios para el desempeño académico y el desarrollo social es el titulado Critical Links. Learning in the Arts and Student Academic and Social Development. Este volumen compilado por Richard J. Deasy (2002) y editado por la Arts Education Partnership, el Nacional Edowment for the Arts y el Departamento de Educación de los Estados Unidos, reúne 68 resúmenes y ensayos recientes que exploran cómo el cultivo de las artes en los centros escolares estimula de manera importante el desarrollo de habilidades cognitivas, valorativas y de motivación que inciden de manera directa en el desempeño escolar de los estudiantes, desde el razonamiento espacial o la coordinación motriz hasta las habilidades matemáticas o la capacidad para organizarse en grupos de acción social, pasando por la comunicación oral y escrita. En un ensayo final de James S. Catterall se resume una serie de investigaciones neurológicas sobre la transferencia del aprendizaje, y en él se establecen de manera esquemática las relaciones de transferencia encontradas entre disciplinas artísticas particulares y ciertas habilidades cognitivas y actitudinales. Así, por ejemplo, se ha encontrado que las artes visuales estimulan los contenidos y la organización de la escritura, las habilidades de lectura avanzadas y la capacidad de interpretación y razonamiento sobre imágenes científicas. El teatro, por citar otro caso, estimula la capacidad de comprensión oral y escrita, el trabajo en equipo, la riqueza verbal, la capacidad para resolver conflictos, la capacidad de concentración, la comprensión de las relaciones sociales, la capacidad para entender problemas y emociones complejas, el compromiso con la institución escolar, las estrategias para resolver problemas y la autoestima. La gran mayoría de los estudiosos coincide en sostener la realidad de estos procesos de transferencia, aunque la naturaleza precisa de ese fenómeno y su alcance son temas que aún resultan desconcertantes.
Siguiendo con este mismo tema, Cristina Rascón no deja pasar la oportunidad para señalar que la creatividad es reconocida como un potente motor para el crecimiento económico de los países, tal como lo reconocen organismos internacionales (como la misma ONU, o la OCDE). Quizás porque relacionamos el arte y la cultura con el mero ocio (o el ocio de relajación, para ser más precisos) tendemos a suponer que en los países desarrollados se lee más o se asiste más a galerías y a conciertos porque la gente tiene el dinero para hacerlo, y quizás también el tiempo. Es decir, que el dinero produce cultura (y por cierto Cristina nos muestra que esa suposición no es en general correcta cuando nos habla sobre si puede considerarse el arte un “bien de lujo”). Se nos escapa que la relación inversa también es válida, que la cultura produce dinero, y prosperidad en general, al formar a personas creativas, innovadoras, con capacidad para pensar con solvencia acerca de asuntos de interés público, considerar un problema desde diferentes perspectivas, de interesarse por los demás y de apreciar las ventajas de la diversidad.
Ninguna argumentación a favor de las artes y la cultura estaría completa si, además de los efectos benéficos, no se insiste en que el goce de esos bienes es un derecho inalienable de la personas, aspecto por el cual las discusiones en torno a su utilidad o beneficios económicos pasa a segundo plano. De acuerdo con el primer párrafo del artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Y nuestra propia Constitución Política reconoce, en diversos artículos, la responsabilidad del Estado de difundir, proteger y fortalecer la cultura (como en los artículos 3, 4, 6, 7, 18 y 73). Estos es algo que nunca conviene perder de vista: el arte y la cultura no sólo son generadoras de beneficios, son también y siempre beneficios en sí mismos.
Por último diré que el libro de Cristina es un libro útil, lo cual no es poca cosa en esta época de saturación mediática y de tanta información superflua. Es también un libro bien escrito, con una extensión muy adecuada para un texto introductorio y que expresa con sencillez asuntos que son técnicos y hasta en ocasiones áridos. Y a veces cae bien una cubeta de agua fría para reflexionar desapasionadamente sobre temas que invitan a entusiasmos fáciles y ofuscamientos, como éste del arte y la cultura en el ámbito económico.