Y mandó Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer;
mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás;
porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.
Génesis 2:16-17
Los hombres somos rebeldes por naturaleza. Todo se remonta a la creación, cuando el hombre (o, más bien, la mujer, Eva) decide que ha de trasgredir la Ley y da a Adán a probar del fruto prohibido. Los seres humanos, en nuestro afán de querer igualarnos a la divinidad, de alcanzar la inmortalidad, de conocer los misterios del universo, de dominar a los demás, desobedecemos. Rechazamos los límites, transgredimos las leyes, las normas, los preceptos. Si algo es prohibido, seguramente es bueno, pensamos. Si nos está vetado, por algo será. Desde niños, cuando nuestros padres nos negaban el acceso a tal o cual revista, a tal o cual película, a tal o cual programa de televisión, crecía en nosotros nuestra curiosidad morbosa y no cejábamos hasta hallar la ocasión de acceder a todo ese mundo “misterioso” sólo reservado para los adultos. Y entre más nos los prohibieran, más nos afanábamos en conseguirlo.
Pero, ¿de dónde nace esa inclinación hacia lo prohibido? Cuando Dios nos concedió la libertad de elegir entre el bien y el mal, cuando nos dio la capacidad de discernir, de sopesar, de medir las consecuencias de nuestros actos y nos dio un código ético, la Torá (la Ley), para tratar de vivir de acuerdo a éste. ¿Qué caso hubiese tenido que fuésemos obedientes por naturaleza? ¿Cómo demostraríamos a Dios nuestro amor por Él si no tuviésemos capacidad de elegir? Él nos dio un código. Cuando lo seguimos, estamos más cerca de Él. Cuando lo trasgredimos, estamos más lejos suyo.
Y como en nuestra naturaleza está el ansia de dominio, de poder, de sometimiento y de control sobre los demás (producto de nuestra indefensión yd e nuestro miedo a morir), pues nos erigimos en “amos y señores” aunque sea de nuestro pequeño “universo” (casa, trabajo, escuela, círculo de amigos) y no aceptamos vivir bajo ningún código que no sea el nuestro. Por lo tanto, no aceptamos someternos a ninguna autoridad superior. Transgredimos la Ley. Accedemos a lo prohibido y entre más obstáculos haya en el camino, más insistiremos en obtenerlo. Porque sólo así (creemos), le demostraremos al mundo que somos grandes, invulnerables, indestructibles. Sólo haciendo lo que nos de la gana, imponiendo nuestra voluntad sobre la de los otros, violando las leyes, nos haremos “respetar” y seremos como “dioses”. Porque además, queremos retar a la muerte, desafiarla, enfrentarla y ver hasta dónde somos capaces de llegar, porque sin ese miedo ante la proximidad de la muerte, muchos de nosotros no entendemos la vida. Sin el miedo a correr riesgos, la vida no tiene sentido, creemos. Queremos ver si somos, al menos un poco, inmortales.
Pero, por más que nos afanemos, jamás podremos alcanzar la inmortalidad, que es la madre de todos nuestros afanes. El hombre y la mujer, cuando quieren ser vistos, cuando quieren ser admirados y respetados, en el fondo lo que anhelan es no ser olvidados, no pasar por la vida sin dejar huella, porque creen (equivocadamente) que sólo así podrán permanecer “vivos”, al menos en la mente de alguien más. En realidad, lo que buscamos todos, el fin último de nuestra existencia, es el ser amados. Queremos que alguien al menos, nos ame y esté dispuesto a cualquier cosa por nosotros. En ese anhelo de ser queridos, amados, admirados, requeridos, indispensables, se nos agota la vida y cuando no podemos conseguirlo, recurrimos a todo aquello que nos haga olvidar esa incapacidad de hacernos querer. Y si aún así no lo conseguimos, recurrimos entonces a todo aquello que nos haga permanecer en un estado de inconsciencia y olvido, para alejar el temor al rechazo social, a las desgracias, a la indiferencia, a la muerte.
Y las drogas, sobre todo las prohibidas, nos dan esa posibilidad. Nos permiten, al menos temporalmente, ser plenamente felices. Olvidar nuestra condición de mortales, de finitos y sentir un placer máximo, como el que sólo debe ser posible en otro mundo, en otra parte. Por eso es que todos buscamos algún tipo de narcótico. Para unos es el sexo, el juego, las drogas, el alcohol (que dicho sea de paso, también es una droga, pero esa no está prohibida, aunque es la responsable de la mayoría de los accidentes automovilísticos mortales y de la mayoría de los casos de violencia doméstica). Porque esto es más fácil que someterse a un régimen de, por ejemplo, estudio. Es más fácil drogarse y olvidar que uno no es quien quisiera ser, que cultivarse, que estudiar celosamente, que aprender a dominar un instrumento musical, que alcanzar la perfección en alguna disciplina, en algún deporte, pero sobre todo, que llegar a amarse a uno mismo tal y como es. Porque, dominados como estamos por el modelo de belleza occidental, al cual no nos parecemos, para nada, y por los “valores” que hemos importado y adoptado de Occidente, sobre todo de Estaos Unidos, como la idea de que “eres lo que tienes”, nos resulta imposible aceptarnos diferentes a ese modelo. Y entonces, hay que recurrir al olvido. Y para eso están las drogas.
Pero como la mayoría de las drogas que nos hacen olvidar y caer en un estado de placer absoluto, de euforia, de alegría y de inconsciencia son prohibidas, comienza la pesadilla. La pesadilla que inició en 1937 con la prohibición de la marihuana en Estados Unidos y que trajo consigo el mercado negro. Esa es la raíz de la violencia que afrontamos hoy en día en México y en muchas otras partes del mundo. Pero no sólo la prohibición dio pie al surgimiento del narcotráfico. También la miseria y marginalidad en la que viven millones de personas, víctimas de un sistema corrupto que ha permitido que proliferen en México la injusticia, la discriminación, la falta de oportunidades a cambio de privilegiar sus propios intereses. Políticos, líderes sindicales, empresarios, jueces, jerarcas de la Iglesia, todos, sin excepción, han caído bajo el embrujo del poder que da el dinero y han permitido que el crimen se haya instalado en nuestro país. Porque la corrupción mata. Es como un cáncer que se expande rápidamente y daña todo el tejido social de un país. Y para extirparlo a tiempo, hay que mutilar el miembro infectado. El problema es que el miembro es ya todo el cuerpo. El cuerpo de México está casi totalmente infectado
México, para nuestro infortunio, es el punto intermedio entre el principal exportador de droga y entre el principal consumidor. Mariguana y cocaína, son las “frutas prohibidas” más codiciadas entre los ávidos consumidores del país “más poderoso del mundo”. Y si lo entrecomillo es justamente, porque el poder de los países se mide en términos de su capacidad de defensa militar y de su riqueza, aunque Estados Unidos también hay muchos pobres (sólo el año pasado, los estadunidenses viviendo en pobreza extrema eran 45 millones). Y la pobreza es el peor de los flagelos sociales y es caldo de cultivo para la violencia. El narco, para muchas familias, representa una fuente de empleo, una forma de vida y una práctica muy arraigada en sus culturas. Si todas esas personas hubiesen tenido acceso a una mejor calidad de vida, en todos los aspectos, no hubiesen sido orilladas a buscar el sustento en esas prácticas. Entonces, las ganancias que representan el tráfico y el comercio de esta “fruta prohibida”, aunado al aumento sustancial en el número de consumidores en ambos lados de la frontera, han desembocado en la terrible situación actual.
Porque la gente quiere ser feliz y va a recurrir a cualquier cosa que le de acceso a la felicidad. Las drogas, nos dicen, son malas. No es cierto, la gente se droga porque se siente muy bien, aunque haga mal. Y entre más ilegal sea, más bueno debe ser. No estoy diciendo que legalizar sea la solución. Carezco de bases suficientes para tal afirmación, pero sí creo que a partir de la prohibición en los años 30, el tráfico ilegal de estupefacientes, en especial de mariguana, ha desembocado en la barbarie actual, de la que difícilmente lograremos salir, no sólo porque, como dije, las drogas representan un gran negocio para muchos países, sino por su calidad de “prohibidas”. Porque ese aparente “halo” de misterio (aunque cada vez esa más evidente su consumo), es lo que hace de las drogas sean deseadas, codiciadas, apetecibles, como la fruta prohibida del Génesis.
Teresa de Jesús Padrón Benavides
Primavera, 2011