“Y tomó Dios al hombre, y lo llevó al jardín de Edén, para cultivar la tierra y cuidar de ella”.
Génesis 2:15
Hoy por la mañana, mientras leía algunos de los encabezados de los periódicos nacionales por internet, me topé con una nota triste, desalentadora y que me inspiró a escribir esto. México es uno de los 3 países con mayor grado de deforestación y deterioro ambiental en el mundo. Me puse a hurgar en nuestros orígenes pre y post colombinos y la única respuesta convincente que hallé es que los mexicanos no amamos la vida, ni la nuestra, ni la de otros y, en consecuencia, la vida en general. Pero, ¿de dónde viene ese desprecio hacia la vida? Nuestra historia pre colombina nos habla de una cultura que, si bien respetaba hasta cierto punto la naturaleza, era más bien porque de ella obtenían los recursos para vivir y para curarse de ciertas enfermedades. Además, porque asociaban la naturaleza, sus elementos y su fuerza, con las deidades que veneraban y que, según creían, eran las responsables de las buenas cosechas, de la lluvia, etcétera.
Más tarde, con la llegada de los europeos, la evangelización y la “civilización”, la doctrina católica promueve, entre otras cosas, la explotación sin límites de los recursos naturales para beneficio de unos cuantos (casi siempre, curiosamente, miembros de su grey, o ciudadanos españoles que llegaron a hacer fortuna a este vasto y rico territorio) escudándose también en el libro del Génesis, sólo que un poco antes del citado aquí como epígrafe: “Dios bendijo al recién creado hombre y le dijo “Creced y multiplicaos y sometan la tierra y dominen sobre toda criatura viviente…”
Este es el precepto bíblico bajo el cual se ha conducido nuestra civilización, en especial, aquí en México. Somos un país eminentemente católico y una parte muy importante de nuestro bagaje cultural, de nuestra visión del mundo, está imbuida de la doctrina de la Iglesia. Y en el discurso dominante de ésta, por lo menos en el que concierne a nuestro papel en el mundo, queda totalmente fuera la ecología y el cuidado al medio ambiente.
Esto, por un lado. Por el otro, la brecha abismal entre ricos y pobres y, por ende, la ignorancia y falta de oportunidades de ascenso social de millones de personas que carecen de lo mínimo indispensable para vivir y su contraparte, el despilfarro de unos cuantos miles que han sacado ventaja de sus vínculos con las instituciones (entre ellas la Iglesia católica, por supuesto), han permitido que en México hayamos llegado a un estado de cosas caótico en donde no hay lugar para la compasión, la tolerancia y el respeto hacia los seres vivos, incluso los humanos.
Esta alianza entre el estado y la iglesia, en un país como el nuestro, ha devenido en un desorden social, político, cultural y, por supuesto, natural que difícilmente habrá de revertirse, en la medida en que sigamos siendo ignorantes, egoístas y en la medida en que los beneficios de esta “tierra de la abundancia” sean sólo para unos pocos. La violencia en que estamos inmersos, es producto de todos estos años de corrupción de gobierno, instituciones, empresarios, líderes sindicales, etcétera, que han sumido al pueblo cada vez más en la ignorancia a través de los medios masivos que privilegian programas embrutecedores, de pésima calidad y nulo contenido cultural, para así tenerlo sometido a sus reglas que, curiosamente, siempre los benefician a ellos en este juego sucio de la “democracia”, entre comillas.
¿Y qué tiene que ver la política, la corrupción, la brecha social con la ecología? Pues mucho. Porque un país que permite que se despilfarren sus recursos naturales a beneficio de unos cuantos, que de concesiones a los poderosos para seguir devastando nuestra tierra sin permitir a los que menos tienen tener acceso a beneficiarse también de ella y así, mejorar su condición, seguiremos inmersos en el absurdo de la violencia y en un ambiente así, simplemente no hay lugar para el discurso ecológico. Lo que prevalece es la lucha por la sobrevivencia humana, no importan los costos naturales que ésta implique, ¿a quién le va a interesar cuidar los árboles o los perros, cuando hay que hallar el sustento del día siguiente?
El judaísmo, en cambio, es muy claro respecto del papel del hombre en el mundo. Para esta tradición, el versículo bíblico en el que hay que reparar para asumirnos como parte de la creación es, justamente, Génesis 2:15 “Y tomó Dios al hombre, y lo llevó al jardín de Edén, para cultivar la tierra y cuidar de ella” (nótense las cursivas). Este versículo impone sobre el hombre la gran responsabilidad de salvaguardar la vida en la Tierra y contribuir a su preservación, ya que es el hombre y sólo él, el único ser “racional” capaz de asumir tal reto. Pero también, el judaísmo pone al hombre en una posición privilegiada respecto de su relación con Dios, situándolo como el “intermediario” entre Él y la creación. Y esta posición implica, entre otras cosas, que el hombre tiene que vigilar muy de cerca que ninguno de sus semejantes se beneficie más que otro de esta creación, para que no surja entre ellos el descontento. Es decir, el hombre debe procurar que cada quién tenga acceso a una vida digna. He ahí el fundamento de una verdadera democracia. Muy lejos de la que tenemos nosotros los mexicanos.
Como podemos ver, hay una interpretación diametralmente opuesta en ambas tradiciones, la católica y la judía, respecto de cuál es o debiera ser nuestro papel en el mundo y de cómo debemos actuar en él para preservarlo, en todas sus formas. Una ética ambiental debe partir del principio de que nadie tenemos derecho a devastar ecosistemas, a infligir dolor a los seres vivos o a contaminar en aras del progreso de nuestra especie bajo el argumento de que Dios nos dio “supremacía” sobre las demás. Si nos la dio, fue justamente, para utilizarla como los “guardianes” de la vida, en todas sus formas. Y eso, más que un privilegio, es una responsabilidad muy grande, pero una responsabilidad hermosa, ya que nos reitera que Yahvé nos eligió, de entre todas sus criaturas, para ser los “hermanos mayores” de la creación y, por lo tanto, protegerla, amorosamente, para el disfrute y la admiración de las generaciones por venir. Cuidar el planeta como cuidamos la casa. No permitiendo que alguien la deteriore, sino, al contrario, reparándola y embelleciéndola cada vez más, porque es nuestro hogar. Donde convivimos con quienes son especiales para nosotros, donde soñamos, donde hacemos planes, donde querríamos estar para siempre.
Teresa de Jesús Padrón Benavides
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