La Cámara de Diputados derogó la llamada "ley de neutralidad" que por más de medio siglo impidió que México participara en guerras internacionales o alojara en su territorio a tropas extranjeras.
La disposición prohibía, en sus cuatro artículos, que en nuestros puertos y aguas permanezca submarinos y barcos de bandera ajena a la nuestra, equipados para
usos de guerra; que utilicen nuestro espacio aéreo aviones y helicópteros extranjeros a fin de atacar a otros países, o que aviones de combate despeguen con fines bélicos desde portaviones estacionados en los límites marítimos mexicanos.
¿A quiénes les pueden estorbar esas restricciones? ¿Por qué de repente quisieron eliminarlas los diputados del PAN que argumentaron que la citada ley carece de efectividad desde 1942, cuando el Ejecutivo declaró la guerra a las naciones del Eje? ¿Por qué no tomaron en cuenta que, en aquel mismo año y gracias precisamente a esa
norma, Washington no pudo obligar a México a instalar bases militares estadounidenses en la península de Baja California, ni 20 años más tarde en la de Yucatán a raíz de la crisis de los cohetes nucleares en Cuba, ni en ninguna otra parte hasta la fecha?
¿De dónde les vino la inexplicable urgencia de suprimirla? ¿Estamos ante una exigencia secreta que, durante su reciente visita a Mérida, George W Bush le
planteó a Felipe Calderón? ¿Con qué intenciones? ¿Para hacer posible qué? Nada bueno, sin duda. El Ejército Mexicano debería ser el primero en preocuparse por lo
que ya se vislumbra como un nuevo disparate del gobierno de facto en materia de seguridad nacional. Si la ley de neutralidad desaparece, Calderón podrá enviar oficiales y soldados a cualquier lugar del planeta que Bush le indique.
Pero la sociedad civil tendría también que alarmarse ante la posibilidad, no descabellada en absoluto, de que sus hijos fueran reducidos a carne de cañón, para de inexpertos que se robó las elecciones de julio, y que no ha hecho sino cometer errores, aumentar su
desprestigio, empeorar las condiciones de vida del pueblo, hundir al país en un baño de sangre y poner incluso en entredicho la confianza que le brindaron sus patrocinadores, ahora atónitos ante la inagotable torpeza de tan deplorables marionetas.
Versión editada del artículo de Jaime Avilés publicado por La Jornada
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