Matar como si nada
Teresa Padrón
Martes 13 de Septiembre de 2011

Cualquiera que derrame la sangre de un hombre,
por el hombre será también derramada su propia sangre,
pues Dios creó al hombre a su propia imagen.
Génesis 9:6

En el libro Eichmann en Jerusalén (un estudio sobre la banalidad del mal) de 1963 de la filósofa alemana de origen judío, Hannah Arendt, se nos narra, entre otras cosas, las causas del Holocausto, la naturaleza de la función de la justicia, la urgencia de un tribunal internacional que juzgue los crímenes de lesa humanidad, pero, antes que todo, es un estudio respecto de la personalidad de uno de los actores más macabros del nazismo: Adolf Eichmann, quien fue llevado a juicio en Jerusalén, tras ser capturado en Argentina, en donde vivía una vida plácida y tranquila.

Eichmann, lugarteniente y teniente coronel de Hitler, fue, entre otras cosas, la figura central en la logística y operación del traslado de millones de judíos hacia los campos de exterminio nazi. Después de la guerra logró huir de Alemania con un pasaporte falso expedido por la Cruz Roja Internacional y se refugió en Argentina en donde trabajó para Mercedes-Benz hasta que fue capturado por la policía secreta israelí, que lo llevó a juicio y finalmente a la horca en 1962 por crímenes de lesa humanidad. Analizando en detalle su vida, desde la infancia, vemos que ésta fue una sucesión de trabajos sencillos, de los cuales pudo ir ascendiendo de puesto como cualquier burócrata que hace bien su trabajo. En 1933 se une al partido nazi en el cual también escaló desde líder de escuadrón hasta jefe de operaciones logísticas en la llamada “solución final”, el exterminio masivo y sistemático de millones de judíos europeos en las cámaras de gas.

La vida de Eichmann pues, vista por él mismo y por muchos de sus colegas nazis (pero no sólo por éstos) fue una vida dedicada al trabajo y al servicio de su patria y de su partido. Es decir, un “hombre ordinario” que se casó, tuvo hijos, un “trabajo”, para el cual resultó bastante bueno, por cierto y quien jamás se arrepintió ni dio muestras de remordimiento o de vergüenza, ni siquiera durante su captura y juicio en 1961 de donde fue conducido a la horca al año siguiente. Las últimas palabras que Eichmann pronunció antes de su condena resumen mejor que nada esta “banalidad del mal” de la cual habla Hannah Arendt en su libro: “Larga vida a Alemania. Larga vida a Austria. Larga vida a Argentina. Estos son los países más cercanos para mi y los que jamás olvidaré. Tuve que obedecer las reglas de la guerra y de mi país. Me duelen mi esposa, mi familia y mis amigos. Estoy listo. Nos veremos pronto de nuevo, como es el destino de todos los hombres. Muero creyendo en Dios”. (Las cursivas son mías).

Un hombre nace en ciertas circunstancias sociales y políticas, en cierto lugar del mundo, le inculcan una ideología fascista y excluyente, le educan para funcionar como una pieza clave del engranaje nacionalista de un país que busca desesperadamente un chivo expiatorio a quien culpar por todos sus fracasos y sus errores pasados para, sobre esa idea, justificar los más atroces crímenes contra un pueblo hasta lograr su exterminio total para “librar a la nación de un cáncer que corroe sus entrañas” y así “ver renacer una nación fuerte, libre y justa”. Este hombre vive su vida “normal”, se comporta a la altura de las circunstancias, cumple órdenes y realiza su trabajo lo mejor posible. Un buen día, las aguas se agitan, huye de su país, sigue viviendo su vida “normal” (sólo que bajo una falsa identidad) hasta que es capturado al otro lado del mundo por la Mossad (policía secreta israelí) y sentenciado a la horca por crímenes de lesa humanidad.

¿Qué pasa por la mente de alguien que mata con tanta frialdad? ¿En verdad “piensa”? Matar a cientos a miles como si fuera un acto cotidiano, trivial. “Hacer el trabajo. Cumplir órdenes” y seguir viviendo una vida “normal”.  Según Hannah Arendt, “El mal triunfa sobre el bien cuando es capaz de eliminar en los otros la capacidad de pensar, de evaluar, de ponderar moralmente sus acciones. Esa cancelación del pensamiento se extiende entre nosotros y se arraiga muy hondo, hasta crear una crisis moral en donde el bien y el mal son subjetivos. Y una crisis de Estado, es una crisis moral”.

Utilicé el caso e Eichmann como pretexto para plantear la crisis moral que vivimos actualmente en el mundo, pero sobre todo, para asociarlo a un acontecimiento brutal que ha cimbrado a México recientemente, el crimen contra civiles en el casino Royale de Monterrey. Cuando intento imaginar la frialdad, la premeditación, la trivialidad con que los asesinos realizaron una serie de actos aparentemente “normales” como cargar gasolina, transportarla, vaciarla, prender un cerillo y arrojarlo en un lugar público y lleno de gente, salir corriendo del lugar e informarle a su jefe que “ya se hizo el trabajo .Ya cumplimos sus órdenes.”

Quiero pensar que estos tipos estaban completamente fuera de sí, desconectados de la realidad, bajo el influjo de estupefacientes capaces de desactivar completamente los mecanismos cerebrales que activan el pensamiento, porque si no fuera así, si lo hicieron en sus cinco sentidos, quiere decir que el mal ha triunfado sobre el bien, como dice Arendt en su libro, porque ha eliminado nuestra capacidad de razonar, de sopesar nuestros actos moralmente y esta realidad no puede sino provocarnos un miedo terrible porque estamos completamente desprotegidos y a merced de seres irracionales, para quienes matar o comer son lo mismo. Seres para quienes una vida humana tiene el mismo valor que el de una cucaracha, o el de un animal ponzoñoso al que simplemente hay que eliminar.

Eso pensaban los nazis de los judíos. Que había que borrarlos e la faz de la tierra por que eran los causantes de todos los males de Alemania. Por supuesto que su odio exacerbado era totalmente infundado y se fue cocinando lentamente a través de una maquinaria propagandística espectacular y de un gran despliegue de poderío militar y unos discursos acalorados de Hitler. Además, estaban el hambre y el miedo, que son dos acicates muy poderosos para alimentar los prejuicios y el odio racial. Pero,  ¿y en México? ¿Cuáles son los orígenes de esta crisis moral? ¿De dónde nació tanto odio, tanto encono y tanta maldad? ¿En qué momento empezó a gestarse esta maquinaria criminal que ha desembocado en miles de muertes y cuyas víctimas somos, sobre todo, la sociedad civil? ¿Quién es el enemigo? ¿Cuál es su rostro, su nombre? ¿Cómo enfrentarlo? ¿Con qué armas? Tal parece que no hay respuesta. El Estado, cuya principal función debiera ser la de protegernos, no nos da respuestas convincentes. Nos habla de “el mal” como un ente metafísico, ontológico que se ha cernido sobre nosotros y no como algo real, tangible, mundano. Y eso es una muy buena coartada para evadir la responsabilidad no solo del Estado, sino de cada uno de nosotros como miembros de una sociedad que ha permitido que prosperen en México la desigualdad, la injusticia, la ignorancia, la impunidad y la corrupción.

En México el enemigo está en casa, duerme con nosotros, comparte nuestra mesa. Lo hemos convidado a instalarse en nuestras vidas y parece que llegó para quedarse. Le hemos dado licencia al crimen en cada acto de omisión que hemos cometido. Al evadir nuestra responsabilidad individual y colectiva en la construcción de una sociedad democrática, justa, igualitaria, solidaria. Al no querer enfrentar una realidad nefasta, evadiéndonos con todos los recursos que tenemos a mano, al no querer ser mayores de edad y culpar a “papá” Estado de todo lo malo que nos pasa. Los acontecimientos recientes debieran ser más que suficientes para asumir nuestra responsabilidad, comenzar a concebirnos como parte del engranaje social de un país que atraviesa por una de las peores crisis de su historia reciente y echar mano de todo los medios posibles para reeducarnos en una cultura del respeto por la vida humana de cada una de las personas que vivimos en este país, sin distinción social, de raza, de credo, de ideología, de gustos o preferencias. Para dejar de lado nuestras diferencias y vencer al enemigo común, que es la estupidez, la ignorancia, las estereotipos y los prejuicios. Y el primer paso es dejar de culpar a los demás por el estado de cosas al que hemos llegado y comenzar a hacer conciencia de que somos parte de un todo y que cada acción o cada omisión individual afectan a la colectividad y se reflejan en lo bueno o lo malo que ocurre a nuestro país. Debemos comenzar a considerar las causas y las consecuencias de nuestra manera de pensar y de vivir y hacer algo al respecto antes que sea (si no es que ya es) demasiado tarde

Teresa de Jesús Padrón Benavides

 
 

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