Por Jorge A. Lizárraga Rocha
En otro de los instantes filosóficos que he pasado en mi hipotética granja Hirukyami, decidí buscar a quien envidiar en este mundo. Sabiendo que la envidia, por ser uno de los siete pecados capitales, no debe ser ejercida por alguien que se quiera ganar la gloria, y me quiero contar entre uno de esos entes raros.
Sobre la envidia se ha escrito que “aquellos que cometen el pecado de la envidia desean algo que alguien más tiene, y que perciben que a ellos les hace falta, y por consiguiente desean el mal al prójimo, y sentirse bien con el mal ajeno”; además “la envidia es considerada como un pecado capital porque genera otros pecados, otros vicios por lo que rompe con el amor al prójimo”.
Considerando lo anterior, de cualquier manera decidí buscar algo o alguien a quien envidiar; escuchando a algunos amigos que dicen que envidian a los que tienen dinero, consideré esta posibilidad, pero la deseché inmediatamente pues conozco a gente que tiene suficiente dinero como para poder retirarse a vivir una vida placentera, sin tantas preocupaciones que para mantener su “solvencia económica” se generan, sin embargo no lo hacen pues el dinero los tiene en una situación que los hace seguir con ese ritmo sin poder salirse de ahí. Como no quiero sentirme bien con el mal ajeno de los que tienen dinero en demasía, no los envidiaré.
He escuchado a otros que envidian a los que tienen poder, al yo entender el poder como la capacidad para influir sobre las decisiones de los demás imponiendo las mías, entonces este tipo de envidia tampoco es atractivo. Para poder hacer eso, tendría que dedicarme a la administración de los bienes de los demás, para lo que tendría que ser primero escogido por ellos para hacerlo, pero como no me han de escoger la totalidad, habrá un sector (en nuestro país alrededor del 60 a 70%) que estarán en contra de mi elección como su administrador, por lo que tendría que lidiar contra una mayoría por lo general inconforme, no importa que tan buenas pudieran ser mis decisiones. Adicionalmente, al sentir el poder en mis manos casi seguro que esto generaría otros pecados por lo que perdería el amor que siento por mis congéneres.
Ya para no hacerla muy cansada, después de buscar otras cosas o situaciones de vida qué envidiar, encontré que a los únicos que podría en un momento envidiar sería a LOS MÚSICOS, tanto a los que componen música como a los que la interpretan bien. Esto sí me hace desear algo que otros tienen y que a mí me hace falta, la sensibilidad para expresar de una manera rítmica y dulzona mis sentimientos; por otro lado, el expresarse musicalmente lejos de acercarnos a otros vicios (aunque se dan casos) siento que nos acerca más al amor, no solamente al físico sino al espiritual hacia nuestro prójimo.
Afortunadamente, el desear los dones musicales de otros, no les hace ningún mal ni a ellos ni a mí, pues más que deseo es la admiración por sus cualidades que sé que nunca lograré obtener, por tanto mejor me alegro de que las tengan y las disfruto cada vez que tengo oportunidad de hacerlo. Escuchar una buen pieza de música, de cualquier género, siempre será una bendición para el alma; ya lo dijo mi tocayo San Agustín, con otras palabras, pero de estas me acuerdo: “El que ora cantando, ora dos veces”. Para mi percepción puedo decir que el que ama cantando ama dos veces.
Finalmente, escribo algo que el Dante Alighieri expresó en el poema de El Purgatorio: “El castigo para los envidiosos es el de cerrar su ojos y coserlos, porque habían recibido el placer al ver a otros caer”.