Por Elena Poniatowska (en sus primeros 80 años de vida)
Agradezco con toda mi alma a la escritora Rosa Beltrán, directora de Literatura, a quien se le ocurrió organizar este gran homenaje; le agradezco a María Teresa Uriarte, directora de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México su apoyo y finalmente les agradezco a los tres rectores aquí presentes, el doctor Guillermo Soberón, el doctor Juan Ramón de la Fuente y el doctor José Narro que nos recibe hoy en la sala Miguel Covarrubias. Son tres rectores que han sido y siguen siendo los Tres Mosqueteros que defienden a la UNAM y a sus estudiantes y la abren al diálogo y a la discusión.
Y que gritan en el estadio cuando ganan los Pumas: “Goya, Goya, cachun, cachun ra rá, cachun cachun ra rá, Goya Universidad”.
Hoy en día, tal parece que México es un país al que todo le duele, enfermo de corrupción, infectado de violencia, pero si uno se acerca a su corazón escucha un latido tan enérgico que lo pone a temblar: el de su juventud. Según el último censo, la población joven en nuestro país supera los 28 millones, de los cuales 324 mil estudian en la UNAM, aunque este año unos 110 mil muchachos quedaron afuera. Hace unos días, el doctor Juan Ramón de la Fuente aclaró que hay más de 5 millones de analfabetas en nuestro país y que no sólo son ancianos, mujeres y niños sino jóvenes.
Los jóvenes son mi fuerza, mi inspiración y mi orgullo. Creo en ellos como en el Santo Niño de Atocha en el que confiaba Jesusa Palancares. Sin ellos no tendría sentido teclear un día sí y otro también desde el año de 1953 hasta la fecha.
Sin los jóvenes, México estaría irremediablemente perdido, sin aliento, sin nadie por quién luchar, sin vuelo, sin futuro. La tienen difícil en estos años porque a los egresados de las distintas facultades universitarias se les cierran las puertas:
–¿Tiene experiencia?
–Acabo de terminar mi carrera.
–Lo siento. Que pase el siguiente.
Muchos tienen que trabajar para pagar sus estudios y al final se encuentran con que no hay nada para ellos y el veredicto es inapelable: “No cubre usted el perfil para la vacante”. Admiro a los jóvenes porque insisten y a veces logran su sueño a pesar de que México, hoy por hoy, es el país del desempleo.
Sin embargo, son los jóvenes los que se ponen de pie porque la marginación los hace sensibles a la injusticia y defender a los menos favorecidos; se identifican con los grupos que los gobiernos se encargan de sepultar y resucitar cada seis años con fines electorales. A lo largo del tiempo han sido solidarios con los ferrocarrileros, con los mineros, con los indígenas, con los campesinos, con los zapatistas, los paracaidistas, las madres de desaparecidos, con las familias víctimas de la violencia por la guerra del narcotráfico y son ellos quienes apoyan las grandes causas sociales de nuestro país.
Supe que la juventud representaba un poder prodigioso desde antes de 1968. Bastaba verlos discutir en torno a una mesa en la cafetería de la UNAM para saber que eran dioses. Bastaba mirar sus rostros encendidos en el pleito por la plusvalía y los derechos del trabajador para darse cuenta que conformaban la fuerza de nuestro país y que sus camisetas, sus clavículas, la mezclilla que se revienta en sus rodillas, sus tenis sin agujetas los hacía vivir al borde de sí mismos. Me regalaron sus imágenes verbales y desde entonces sé que todo lo suyo está ligado al fuego cruzado en el que crecen.
En 1968, cuando atropellaron sus derechos y el gobierno los encerró en el Palacio Negro de Lecumberri, contaron uno a uno su propia historia. Escuchar su voz aprisionada en la cárcel o en el juzgado fue una lección y un privilegio. La Chata, María Fernanda Campa, pasó diez años de su vida en un ir y venir de la cárcel de Santa Marta Acatitla para visitar a su padre Valentín Campa, a la de Lecumberri para acompañar a Raúl Álvarez Garín. Su madre, la doctora en matemáticas Manuela Garín de Álvarez, hoy de cien años de edad, resultó un ejemplo de entereza y sentido del humor. En esos años todo era miedo. Ser joven y ser estudiante equivalía a convertirse en carne de cañón; recuérdense a los cinco excursionistas que pretendían subir a la Malinche y fueron asesinados por una turba que gritaba “comunistas” y “vienen a violar a nuestras hijas” el 14 de septiembre de 1968 en San Miguel Canoa, Puebla.
Montserrat Gispert, María Alicia Martínez Medrano, Mercedes Olivera, Adelita Castillejos, la Tita, la Nacha, Selma Beraud, Elisa Ramírez, Paz Cervantes, la poeta María Ángeles Comesaña se enfrentaron al primer tanque que entró al Zócalo y la actriz Margarita Isabel se las arregló para hacer reír hasta a los granaderos.
La amistad y el ingenio se forjan en las circunstancias más adversas. Entre otros muchos actos de heroísmo, las mujeres se las ingeniaron para hacer gelatinas con vodka lo cual ayudó a que José Revueltas escribiera su notable novela El apando a lo largo de un mes bajo la mirada de su compañero de celda, Martín Dozal.
Pensar en 1968 es rendirle tributo a un movimiento que cambió la vida de México. El régimen mostró lo peor de sí y los estudiantes lo mejor.
1968 es un parteaguas y un compromiso moral porque gracias a los muchachos de ayer, hoy somos más fuertes, más resistentes y le quitamos algo de su impunidad al poder. Aprendimos a denunciar y a resistir. Movimientos campesinos y obreros a lo largo de la república se reconocen deudores del 68.
Los estudiantes del 68 eran inteligentes, frescos, combativos, sabían cómo transmitir su mensaje, no tenían armas sino deseos de hacer el amor y de alfabetizar a niños sin escuela y a muchachas bonitas que tallan su ropa en el lavadero. Se burlaron de los granaderos y del Presidente de la República. “Sal al balcón, hocicón, sal al balcón, bocón”. Marcharon junto al rector Barros Sierra que hizo suya su causa. “Únete pueblo, únete pueblo, únete pueblo agachón”. Tomaron las calles, desacralizaron al Zócalo, cuestionaron el autoritarismo y cuando los acusaron de agitadores caminaron bajo una manta que decía: “Estos son los agitadores: ignorancia, hambre y miseria”. Recurrieron al silencio para hacerse oír como en la marcha del 13 de septiembre de 1968.
Soy una mujer de ochenta años, madre de tres hijos, abuela de diez nietos. Como lo escribió mi bien amado José Emilio Pacheco, en los días asoleados y azules como hoy, me recuerdo joven, junto a él, junto a Vicente Rojo, a Neus Espresate, a Carlos Monsiváis y cuando nos reunimos los que todavía estamos vivos pienso que desmentimos su poema: “(…) Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos/ a los veinte años”.
Como me pidieron que hablara “muy cortito” sólo quiero contarles que hace algunos años, subí a la rectoría de la UNAM con algún mensaje de López Obrador para Juan Ramón de la Fuente, entonces rector. Los dos, de pie, nos acercamos a uno de los grandes ventanales de la torre de rectoría. El doctor de la Fuente miró hacia la explanada en la que caminaban unos muchachos. Desde lo alto veíamos sus nucas y sus hombros y de pronto me dijo: “Es a ellos a quienes tengo que cuidar”.
De la Fuente tenía y tiene toda la razón. Es a ellos a quienes nosotros, los que ya vivimos, los viejos de ochenta años, tenemos que cuidar.
Texto leído por la periodista, en la sala Miguel Covarrubias, el pasado lunes 14 de mayo durante el homenaje por su cumpleaños 80 que recibió en la UNAM