Omar llegó a la conclusión de que la única forma de no ser golpeado y asaltado era uniéndose a la banda. Estaba harto de vivir bajo el miedo perenne de ser apuñaleado cualquier noche de regreso a su casa. Había optado por dejar de ir a la secundaria aprovechando que su madre cumplía largas jornadas de camarera en un hotel. Omar carecía de atributos intelectuales y emocionales para sobrevivir como estudiante y a falta de opciones merodeaba por las calles de Cancún en busca de una ocasión que nunca se presentaba. Finalmente la soledad y la búsqueda de protección lo orillaron a ingresar a la banda Las Panteras de Cancún a los 14 años. Simplemente tuvo que cumplir el requisito de ingreso: violar a una mujer y asesinar a un rival. Lo hizo.
No es fácil ser joven y de escasos recursos en el México de ahora. Un adolescente de 14 años de ciudad Neza o de Cancún, tiene una alta probabilidad de haber crecido en un hogar monoparental, a cargo de una madre o una abuela ausente por el trabajo. Peor aún, es muy posible que a lo largo de su infancia se haya relacionado con adultos que carecían de interés o herramientas para enfrentar la paternidad. Madres que lo fueron porque asumieron que su destino era traer algún hijo al mundo, pero que ellas mismas eran adultas desvalidas, víctimas del desinterés de las leyes del mercado, mártires vocacionales de la violencia arbitraria.
El problema de todos estos jóvenes es que han crecido en la desesperanza crónica. No sólo porque vivieron en hogares vapuleados por la post modernidad; con las mismas carencias seculares de sus antepasados, pero sin las redes sociales y familiares que en el pasado arropaban la miseria y la soledad. Padres y madres adolescentes incapaces de escapar del círculo perenne de hogares patológico azotados por el abuso y los malos tratos psicológicos. Niños que crecen bajo el resentimiento de una madre abandonada o de un padre “atrapado” por la responsabilidad no deseada. Dice Ashley Montagu que “la única forma de aprender a amar es siendo amado. La única forma de aprender a odiar es siendo odiado. Esto ni es fantasía ni teoría, simplemente es un hecho comprobable”.
Una estadística del departamento de Justicia de Estados Unidos indica que el abuso y el abandono durante la infancia aumentan en un 53 por ciento las probabilidades de ser detenido por un acto criminal durante la juventud. Dice el psiquiatra español Luis Rojas Marcos que “las personas que en el pasado se han sentido impotentes ante obstáculos o tropiezos, porque pensaban que hicieran lo que hiciesen no cambiaría nada, tienden a adoptar una disposición apática y a deprimirse ante los reveses futuros” (En Nuestra incierta vida normal. Santillana Ediciones, 2004). En otras palabras, la vulnerabilidad constante experimentada a lo largo de la infancia imprime huellas indelebles en el carácter, pues instala en el individuo un miedo crónico que termina por secuestrar la capacidad para distinguir las fronteras entre lo correcto o lo incorrecto, entre el bien y el mal.
Los expertos coinciden en que la composición familiar y los valores recibidos en el hogar es la dimensión que más incide en la criminalidad. No es de extrañar que ante los crecientes indicadores que dan cuenta da la descomposición de los hogares y el debilitamiento de las redes familiares, la delincuencia juvenil esté aumentando. Pero no es el único factor desencadenante. La formación escolar y los valores culturales difundidos por los medios de comunicación constituyen otra dimensión importante. En ambos terrenos el saldo es igualmente pernicioso.
Las estadísticas muestran que el nivel de la calidad de la educación pública en México es deplorable y está en retroceso. Las posibilidades de que la escuela logre subsanar o paliar en alguna medida las carencias que un niño experimenta en el hogar en materia de atención, cariño o valores éticos son prácticamente nulas. Enfrentada ante la disyuntiva de atender a su hijo o trabajar, una madre soltera o abandonada carece de apoyos estatales para suplir el déficit familiar.
La cultura mediática y los valores impulsados por la sociedad de consumo lejos de compensar el deterioro de la calidad de vida familiar, lo recrudecen. Niños abandonados a su suerte entre superhéroes de la televisión, caricaturas violentas y parafernalias bélicas de todo tipo. Una cultura que celebra la agresión como método preferente para resolver conflictos; un aprendizaje continuo por parte de los niños para utilizar la violencia en su propio beneficio.
Mala época para ser un joven. En un artículo reciente The Economist revela que los niveles de criminalidad en Estados Unidos han comenzado a aumentar de nuevo en todo el país, excepto en Los Ángeles, Nueva York y Chicago. Buena parte de la explicación tiene que ver con los jóvenes: “Gracias en parte al elevado precio de los inmuebles, las tres ciudades expulsan población joven. En conjunto han perdido 200 mil persona entre 15 y 24 años de edad. Y si bien eso perjudica la creatividad y la competitividad en el futuro, es una buena noticia para la policía”.
En resumen, la criminalidad juvenil, una plaga que crece a escala mundial, es menos un problema sociológico y más un fenómeno ético. Hay una crisis de valores endémica instalada en la matriz misma de la cultura moderna. En medio del desarrollo tecnológico nos hemos convertido en analfabetas de la felicidad, en ignorantes supinos de las verdaderas ciencias de la vida.
Si a la tendencia mundial añadimos la corrupción crónica que padece nuestro país, y la desesperanza estructural en que vive la mitad más pobre de nuestra población, uno tendría que extender certificados de heroísmo a los millones de jóvenes que se obstinan en la felicidad y rehúsan rendirse ante un destino que les ofrece tan pocas posibilidades. Hay esperanza. Pero mientras tanto, ¿no podríamos hacer algo más por ellos?
Título Original:
ÉticaparaOmar
www.jorgezepeda.net
|