Una de las prácticas más socorridas por nuestros políticos a la hora de “vender” alguna idea, programa o cambio legislativo, es atribuirle –a lo que “venden”–, poderes casi mágicos; afirman, con un cinismo que ofende la inteligencia del elector y al elector mismo, que lo que él está proponiendo es la panacea; es el Mentholatum combinado con pomada de La Campana.
Una vez conseguida la aprobación de aquél, en poco tiempo la realidad se encarga de exhibir sus exageraciones cuando no sus mentiras. Sin embargo, para ese entonces es tarde pues el elector, convencido o embaucado, habría aprobado la poción mágica que el político promovía.
Esto que señalo, lo hemos visto en México una y otra vez; en algunos casos, las mercancías que el político “vende” son cambios menores y la trascendencia de los mismos, pasa inadvertida. En otros, no pocos, las transformaciones son profundas y su impacto se deja sentir en todas las actividades económicas, como la apertura económica y la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, por dar sólo dos ejemplos.
Las afirmaciones de quienes promovían éste, lejos de centrarse en lo que es un tratado de ese tipo y explicar con claridad cuáles son los elementos que lo componen, ventajas y desventajas, beneficios y perjuicios así como sectores y actividades económicas ganadores y perdedores, lo presentaron como la cura de todos nuestros males.
Muchos pensaron, convencidos por los políticos, que con la entrada en vigor del Tratado, la mejoría material de los mexicanos sería inmediata; además, pues eso era lo que se dejaba ver, todos saldríamos ganando.
La realidad, consecuencia de ese tipo de tratados, es diferente; para empezar, no pocos de los cambios estructurales se consolidan a mediano y largo plazo y los poderes casi mágicos que el político atribuye al Tratado, se quedan en eso, en pura magia no en realidades.
Con la democracia, sucede lo mismo; en México, la promoción de la democracia se ha visto adornada, también, con capacidades que rayan en lo mágico.
Unos por ingenuos y otros por ignorantes, se quejan de la democracia porque, afirman indignados, que aquélla no ha cumplido; enlistan los problemas económicos y sociales del país los cuales, dicen, se han agravado. Siguen con sus “argumentos”, y apoyados en la seguridad que da la ignorancia y/o la desvergüenza, cierran su filípica diciendo que la democracia para nada sirve.
Así como los más desconocen qué son y para qué sirven los Tratados de Libre Comercio, también ignoran para qué sirve la democracia.
Para decirlo claro, la democracia sirve para hacer posible la transferencia pacífica y apegada a la ley, de un gobierno a otro; el triunfador del proceso electoral lo fue, porque el ciudadano expresó, –libre y soberanamente– sus preferencias; al candidato o al partido que lo postuló. Nada más, pero nada menos.
Lo otro, resolver problemas económicos y sociales, no es tarea de la democracia; eso cae, más bien, en la esfera de la gobernación. De ahí que creer y querer que la pobreza, la corrupción y el dispendio junto con el nulo o mediocre crecimiento económico pueden y deban ser resueltos por la democracia, no pasa de ser, en el mejor de los casos, una ingenuidad.