La vocación literaria
Javier Gomá Lanzón / El País
Lunes 19 de Agosto de 2013

Hay un hecho notorio y universal que reclama una buena explicación: por qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan nunca la motivación principal.

El hecho suele ser designado con la palabra vocación.

Y necesita explicación porque es mencionado, invocado o apelado a cada paso por quienes lo experimentan en el interior de su personalidad —poetas, pintores, compositores, creadores, artistas, pensadores—, pero muy rara vez ha sido objeto de meditación filosófica.

La vocación se compone de dos momentos: visio y missio (visión y misión). Lo que perciben nuestros sentidos no tiene sentido. Nuestra experiencia del mundo es caótica, fragmentaria, y no logra conformar una unidad significativa.

El mundo se parece a un puzle de mil piezas del que solo un pequeño número de ellas —cien, doscientas— estuvieran ya colocadas en su sitio.

A veces, a la vista de esas pocas piezas, uno cree adivinar fugazmente, insinuado, el conjunto, pero esa promesa resulta pronto desmentida por una abrumadora experiencia del absurdo y del sinsentido de la vida.

Pues bien, hay determinadas personas que sí tienen la visión del puzle entero —la imagen del paisaje, el retrato, el edificio— porque son capaces de completar con su imaginación los huecos de las piezas sin colocar. A esa visión se refería Rafael de Urbino cuando decía que, antes de pintar un cuadro, se formaba en su mente “una cierta idea del todo”.

Quien tiene esta “idea del todo” siente dentro de sí el apremio de producir un objeto que la incorpore y le dé soporte para así evitar que se pierda, como las demás cosas humanas, arrastrada por la corriente del tiempo.

Este producir se dice en griego antiguo poiesis: un producir un objeto —un cuadro, una escultura, una sinfonía, un poema, un sistema filosófico— que no persigue función utilitaria alguna excepto la de prestar consistencia, coherencia, fijeza y perduración a la visio y así ponerla con carácter permanente a disposición de uno mismo y los demás.

He aquí el segundo momento de la vocación: la missio. La ansiedad por crear el objeto puede llegar a ser extremadamente absorbente, tiránica y rapiñadora.

En este sentido, la vocación constituye una anomalía vital y un objetivo empobrecimiento: supone la activación de todas las facultades, capacidades y potencias humanas en la dirección de una —una sola— de las muchas posibilidades que ofrece la exuberancia vital; a cambio, una inmensa concentración de energías.

 

Los griegos, ese pueblo dotado como ninguno para dar plasticidad a los conceptos más abstractos, representaron el doble momento de la vocación como un rapto de las Musas.

En la Antigüedad se registran casos de secuestros perpetrados por unas Musas que pueden llegar a ser posesivas de una manera casi violenta. Sus presas se sienten, se lee en el verso de las Geórgicas de Virgilio, heridas de un amor sin límites.

“El que es raptado por las Musas (mousóleptos) es el poeta genuino, en contraposición al poeta artífice”, escribe Walter Otto en su célebre estudio Las Musas. El origen divino del canto y del mito.

El raptado vivencia su secuestro como una llamada a servir a la obra que se gesta lentamente en su interior, como si estuviera preñado de una idea o de un nudo embrionario de ellas durante largos años y debiera consagrar la entera organización de su existencia a la misión de preparar y asegurar el feliz alumbramiento.

A fin de que el objeto se forme orgánica y sistemáticamente en su estricta objetividad el raptado renuncia a una biografía interesante y acepta estar en el mundo siempre de paso, como los pastores, sin deshacer nunca la maleta, a la defensiva de cualquier novedad que distraiga la atención de su carga gravosa pero amada, sin sorprender a nadie y también sin dejarse sorprender.

Para quien ha tenido la visión raptadora, todo permanece en vilo mientras esta se materializa. Cuanto le ocurre, siente o experimenta reviste valor solo en tanto contribuye a clarificar la visión iluminadora.

En el pecho del mousóleptos se agita una auténtica emoción poética, pero la suya se parece más a una pasión fría porque se orienta hacia la generalidad abstracta del mundo sin llegar a concretarse en nada ni en nadie.

No le queda más remedio que resignarse a una relación solo mediata con las cosas buenas y hermosas del mundo: se diría que las ve a través de un cristal, como el presidiario a las visitas en horas reglamentarias, o que las besa a través de un pañuelo, y todas las personas, incluso las más queridas, se limitan a posar teatralmente como haría un modelo ante el pintor que lo retrata.

El universo entero en función de la obra, la cual a su vez contiene la totalidad del universo entrevisto.

De ahí que, para quien conoce la fuerza de la auténtica vocación, resulte tan incomprensible que algunos escritores, como Borges, presuman de los libros que han leído por encima de los que han escrito. No: el mundo estimará en más o en menos la obra producida, pero al autor le va la vida en su obra, si de verdad ha sabido dar cuerpo en ella a su visión.

Conviene destacar el hecho de que solo se logra con éxito la producción del objeto si este adquiere una objetividad independiente del yo que la produce. La juventud predispone a la visio mientras que solo en la edad madura se está en condiciones de sustanciar la missio.

La autoposesión, el narcisismo, el subjetivismo extremo y libre de compromisos característicos de la adolescencia a veces suscitan una actitud favorable a la aparición de las Musas pero, en cambio, contra lo que sugiere el estereotipo romántico, no ayudan en absoluto al duro trabajo en la obra.

Es muy frecuente que la emoción inicialmente sentida solo pueda objetivarse en obra y recibir la forma que esta requiere una vez hecha la transición a la madurez, en pleno trasiego y ruidoso alboroto de la casa fundada y el aprendizaje de una profesión con la que ganarse la vida.

En efecto, solo puede producir algo quien conoce las reglas del oficio de que se trate, lo cual acontece en la mayoría de los casos durante esa edad adulta, cuando se adquieren las habilidades técnicas y la disciplina requeridas para que la obra se perfeccione con la deseable autonomía, y el arte de producir música, pintura, edificios o textos no constituye en esto una excepción al resto de los oficios.

Pero es que además, en un plano moral, la confección de una obra solo es posible para quien consiente en humillar su yo y deja en su interior espacio para el acto de comunicación inmanente a la naturaleza del arte.

Contrariamente a lo que suele pensarse, la vocación, que sí es egocéntrica, no tiene ni un ápice de egoísta.

Egocéntrica sí, porque el raptado ha de cultivar su yo como nido donde se incuba demoradamente la obra, robando tiempo y atención a todo lo demás; pero una vez así ensimismado, no se complace estérilmente en el sentimiento estético-oceánico de su existencia sino que, entrenado en la cotidiana y ascética alienación del yo, ha de eclipsarse en favor de la obra.

 
 

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