Nuestras batallas interminables
Lorenzo Meyer
Lunes 23 de Julio de 2007
Ninguna de las grandes batallas históricas de México se ha ganado de una vez y para siempre.

Un Punto de Vista. Conocedor del enorme peso que aún tenía el pasado en la vida y estructuras del sur norteamericano, William Faulkner, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1949, hizo que uno de los personajes de su primer gran novela, El ruido y la furia, (1929) –obra enfocada en la decadencia y fin de una forma de vida suriana- concluyera que “…realmente ninguna batalla se gana…” El escritor hablaba desde el nacionalismo suriano, pero lo mismo hubiera podido decir si lo hubiera hecho desde la historia de México. En efecto, ninguna de nuestras grandes batallas históricas se ha ganado realmente, aunque, para nuestro consuelo, tampoco se han perdido del todo.

Un rápido examen de nuestras grandes conflictos históricos en el campo político o social le da la razón al gran escritor norteamericano, pues es claro que ninguno de ellos se ha ganado o perdido todavía.

La más Reciente. En nuestro historial, la batalla por la democracia política en su aspecto más elemental –el electoral- aparece como la lucha nacional más reciente. En julio de hace siete años, un buen número de mexicanos confiamos que esa larga contienda contra nuestro pasado autoritario había sido definitivamente ganada. Finalmente no ha sido el caso.
La naturaleza de las elecciones del año pasado demostró de muchas maneras que el conflicto entre el pasado y el futuro, continúa. Desde antes de iniciarse formalmente la campaña, la presidencia de Vicente Fox intentó, tramposamente, asegurar la continuación de su partido en el poder eliminando con una maniobra supuestamente legal, pero claramente ilegítima, al rival más fuerte del PAN: Andrés Manuel López Obrador.
Finalmente no pudo hacerlo, pero quedo clara su voluntad de no aceptar una contienda bajo las reglas democráticas. Durante la campaña electoral propiamente dicha, en 2006, la Presidencia empleó todo su poder mediático para neutralizar o revertir las opiniones favorables para la Oposición. Y al final, el resultado fue todo, menos apegado al espíritu democrático.
El PREP permitió contrastar el número de ciudadanos que oficialmente votaron contra el total de votos y el resultado fue entonces una discrepancia de 818, 364 votos (las cifras las tomo de José Antonio Crespo, Excelsior, 27 de junio).
Pese a que la diferencia entre el ganador oficial y quien le seguía resultó ser de apenas 233,831 votos las autoridades supuestamente responsables simplemente se negaron a ordenar el recuento indispensable para lograr la certeza a que estaban legalmente obligadas a proporcionar.

Finalmente, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no pudo cuadrar el círculo: hacer compatible su decisión de avalar la victoria de Felipe Calderón con el reconocimiento de ilegalidades y el recto razonamiento jurídico.
Hoy, las encuestas de opinión nos dicen que si bien el 44% de la población ve bien o muy bien el pasado proceso electoral, el 33% lo califica de malo o muy malo (El Universal, 2 de julio). Y respecto a la posibilidad de un fraude electoral en 2006, un poco más de la mitad de los encuestados en una muestra representativa (54%) sigue sosteniendo que no hubo tal, pero el resto asegura no saber qué sucedió o se mantiene convencido que el resultado oficial y la realidad son dos cosas distintas. (Reforma, 1° de julio).

En suma, al menos para una minoría significativa, la democracia electoral y política sigue ausente. Una lucha que se inició al final de la época colonial -con la Constitución de 1812-, que se prolongó a todo lo largo del siglo XIX, que se volvió central con el llamado de Francisco I. Madero en 1910, no se ganó definitivamente en 2000; la batalla continúa, pues ninguna fuerza ha logrado imponerse definitivamente sobre otra.

El Principio. El Big Bang de nuestro batallar como nación independiente tuvo lugar con el estallido de la gran rebelión de Independencia en 1810.
Los grandes líderes originales -Hidalgo y Morelos- fueron derrotados, pero en un dramático “cambio de chaqueta”, uno de sus vencedores –Agustín de Iturbide- hizo a México libre de España. ¿Se ganó entonces de manera definitiva la batalla?
No, hubo que reafirmar esa independencia en otros campos y a partir de la República Restaurada, la soberanía –la esencia de la independencia- se ha ejercido en México apenas de manera limitada.

El nacionalismo mexicano emergió fortalecido de la Revolución Mexicana, al punto que pudo nacionalizar la tierra, los ferrocarriles o la industria petrolera. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial y a querer que no, la independencia quedó bajo la protección del paraguas atómico norteamericano. Desde entonces México se ha visto obligado a seguir, de buena o mala gana, la línea de Washington en todos aquellos asuntos que ha considerado prioritarios la agenda nacional norteamericano.

Con el Tratado de Libre Comercio de la América del Norte –integración económica en condiciones de asimetría extrema- México concentra el 89 % de sus exportaciones en el mercado norteamericano y recibe 25 mil millones de dólares al año por concepto de remesas de sus trabajadores en Estados Unidos.
Así, la batalla es apenas por una independencia relativa y se tiene que librar todo el tiempo, sin expectativas de tregua y menos, de victoria definitiva.

Dos Méxicos. Nuestro país recibió, al nacer, una herencia trágica: el haber sido una colonia social y políticamente dividida: por un lado la república de los indios y por otro, la de los españoles.
Con la independencia esa división se supuso abolida pues se decretó que desde entonces y para siempre, todos los mexicanos serían política y jurídicamente iguales.
Fueron esos buenos deseos, pues los indios siguieron siendo vistos como indios y el resto como blancos y mestizos, como pobres y ricos, etcétera.

Políticamente, el país se dividió en el siglo XIX en monárquicos y republicanos, centralistas y federalistas y finalmente liberales y conservadores. Con la Revolución la división aguda retornó y no sólo entre reaccionarios y revolucionarios, sino entre los revolucionarios mismos.
La Pax priista echó sobre el país un tenue velo de unidad y el discurso oficial los subrayó como realidad. Sin embargo, en la etapa final de ese largo periodo autoritario, la división persistía y renació como una lucha entre autoritarios y demócratas primero y entre izquierda y derecha hoy.

Por lo que hace a la división social, ésta sigue tan aguda como siempre. Según los cálculos de un colega –Fernando Cortés, de El Colegio de México- en 2005 la distribución del ingreso disponible hizo que la mitad más afortunada de los mexicanos se quedara con el 82.2% en tanto que la otra mitad –los herederos de los indígenas y las castas coloniales- enfrentaran la vida con apenas el 17.8%. Esta división social es la base material de la pugna derecha-izquierda que hoy se libra en México.

Centro y Periferia. Desde la época prehispánica, la lucha entre los centros dominantes y sus periferias fue una constante. En buena medida, Hernán Cortés y su puñado de españoles se aprovecharon de esta división para imponerse por sobre los aztecas primero y sobre la totalidad de la población indígena después.
En la época colonial, el virrey tuvo dificultades para controlar a los poderosos de las aisladas provincias. El siglo XIX se explica como una lucha de un centro inicialmente débil y una periferia muy localista.
La posrevolución del siglo XX fue el triunfo total del centralismo presidencialista sobre los estados, pero el inicio del siglo XXI es la pérdida de poder del presidencialismo y la ganancia de los estados, algunos de ellos auténticas satrapías, como son los casos de Puebla y Oaxaca. El justo medio entre estados y federación sigue sin alcanzarse.

La Lista es más Larga. Las contiendas enumeradas son apenas parte de una lista mayor que constituyen el sentido –o el sin sentido- de nuestra historia.
La lucha contra la pobreza es otro esfuerzo que a mediados del siglo pasado se confió en ganarla, pero ahora ese optimismo va en retirada. Otro conflicto que se creía superado, pero que ha vuelto a plantearse, es el de la Iglesia Católica contra el Estado laico.
La Revolución Mexicana se ilusionó con la idea de haber resuelto “el problema indígena”, pero en 1994 los neozapatistas chiapanecos mostraron que ése no era el caso. Mil veces se ha declarado la guerra a la corrupción, pero ésta sigue tan firme como siempre. Finalmente, el añejo tema de la lucha guerrillera ha retornado.

Conclusión. Hoy lo que se puede concluir es que México no ha concluido ninguna de sus grandes batallas históricas y que Faulkner tenía razón y de sobra.
 
 

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