Mario Villanueva, el infame ex gobernador de Quintana Roo, solía decir que aquel que no se hacía millonario en Cancún simplemente era porque es un “pen...”. Una frase hermana de otra muy célebre de Hank González, también ex gobernador: “Un político pobre es un pobre político”. Bajo ese criterio, su hijo Jorge Hank Rohn, quien el día de hoy compite por la gubernatura de Baja California, debe ser un verdadero estadista, si consideramos que su fortuna asciende a más de mil millones de dólares y este año podría duplicarse.
No tengo nada en contra de los ricos, salvo quizá un poco de envidia. Lo que sí me molesta son las razones por las cuales muchos de ellos se han enriquecido y la velocidad ofensiva con que lo están haciendo, mientras el resto del país se encuentra paralizado o en franco retroceso. Hace unos días se dio a conocer que la fortuna de Carlos Slim equivale a 10% del PIB de México; eso representaría algo así como la mitad del presupuesto que ejerce el gobierno de Calderón en un año. ¡La mitad! Asumiendo incluso que en estas comparaciones se hacen cuentas generosas de las acciones de Carso y que se suman peras con manzanas, las proporciones de bulto son útiles porque justamente permiten aquilatar la desproporción de la situación.
Tendríamos que remontarnos al porfiriato para encontrar fortunas privadas capaces de rivalizar con el mismísimo Estado mexicano. Luis Terrazas, el millonario gobernador que antes de la Revolución afirmaba que él no era de Chihuahua, sino que Chihuahua era de él, palidecería de envidia frente al peso que representan Slim y algunos de sus colegas en la sociedad mexicana.
En lo personal tampoco tengo algo en contra de Slim, Azcárraga o Lorenzo Zambrano. Probablemente no son ni mejores ni peores que muchos mexicanos de a pie. Si no fueran ellos, serían otros. Slim y muchos millonarios de origen libanés no han hecho más que poner en operación sus milenarios códigos genéticos de origen fenicio, y tomado provecho de las condiciones que ofrece México. Bien por ellos o por los descendientes de vascos y de gallegos que hicieron imperios tras décadas de esfuerzos personales.
El problema no son ellos ni las docenas de multimillonarios de origen netamente “mexicano”, que por supuesto los hay. El problema es que el país ha entrado en una espiral incontrolable a raíz de la cual las desproporciones se han disparado. Paradójicamente, la transición mexicana que hoy tenemos ha acentuado el “empoderamiento” de los ultramillonarios.
El presidencialismo mexicano tenía dos ventajas respecto de este fenómeno (y muchos otros defectos, por supuesto). Primero, que cada sexenio inauguraba sus propios millonarios consentidos, normalmente en detrimento de otros. Esto provocaba muchas veces de manera involuntaria una especie de equilibrio o ley de compensación que impedía el crecimiento desproporcionado que hoy experimentamos. Por otra parte, estos equilibrios no siempre eran “involuntarios”. Los mandatarios solían recelar de una excesiva concentración de poder en manos de un solo empresario y desde luego tenían maneras de acotarlo.
Hoy no es así. Para llegar y mantenerse en la Presidencia los políticos necesitan del apoyo antes, durante y después de parte de los dueños del dinero. Alguno de ellos, como Roberto Hernández, ex dueño de Banamex, se ha convertido en padrino personal de Zedillo, Fox y Calderón tanto en las campañas como en la protección de los intereses de la familia presidencial (lugares de veraneo, viajes, por decir lo menos).
La agencia Reuters señalaba en junio pasado que la Bolsa Mexicana de Valores ha sido una máquina imparable de hacer dinero durante los últimos cuatro años. El índice de la Bolsa entre 2003 y 2006 se elevó en 325%; en el mismo lapso, el PIB en México creció apenas 30%. Más allá de las peras o manzanas, el hecho remite a un dato brutal: la economía de los ricos creció 10 veces más rápido que la del resto del país. Es decir, se ha acelerado la velocidad con que crece la brecha de la desigualdad.
Tener al hombre más rico del mundo no es una buena noticia para los mexicanos, por más que algún imbécil esté dispuesto a celebrarlo en el Ángel de la Independencia en un alarde de orgullo patrio. Que no exista un alemán, un japonés, un inglés o un francés más rico que alguno de nuestros ricos, pese a la potencia de esas economías, es un síntoma de lo mal que funciona la nuestra.
El poder de estos núcleos empresariales es de tal magnitud, que se han vuelto más poderosos que las instituciones formales o la clase política que podría contenerlos. El caso del Fobaproa mediante el cual el gobierno operó el rescate de una banca arruinada, haciendo más ricos a los empresarios responsables, es un claro ejemplo de ello.
El poder que concentran los grandes empresarios es tal que pareceríamos encontrarnos en un proceso irreversible, a través del cual se han hecho invulnerables, pues tienen la capacidad de neutralizar todo aquello que atenta contra su preeminencia y expansión. Podemos festejar el “triunfo democrático” que representó la cancelación de la ley Televisa, luego de una larga batalla. Pero podemos estar seguros de que a la postre las futuras concesiones quedarán en alguno de los 20 principales empresarios del país.
Uno puede asumir o rechazar que el año pasado los empresarios fueron decisivos para que Calderón, y no López Obrador, hubiera llegado a Los Pinos. Si lo fueron o no es un tema sujeto a discusión (y trasciende los límites de este artículo). Lo más delicado es que, al margen de lo que cada uno crea que pasó aquel 2 de julio, hoy en día están en condiciones de serlo. El poder desmesurado de nuestros millonarios comienza a constituirse en un asunto que va más allá de inspirar envidia. Atenta contra el fundamento mismo de la democracia que aún no tenemos y, que a este paso, nunca tendremos.
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