"Vivir sin jefe", libro de Sergio Fernández, expone los errores más comunes de los que se lanzan como empresarios. No te pongas a llorar por el empleo que perdiste. Empléate tú mismo, con las debidas precauciones.
Empléate tú mismo es precisamente el título de un libro semejante publicado en México hace años por Luz María Silva, que debería reeditarse. El párrafo final es convergente: “En suma, hay que aprovechar la oportunidad que nos brinda el desempleo para iniciar nuestro negocio (…) con inteligencia y los pies en la tierra.” Su convicción nace de una experiencia personal: el desempleo que ella misma buscó. Era funcionaria de Banamex cuando decidió lanzarse por su cuenta.
Un reportaje de la revista Expansión (“Hago lo que quiero”, 7-20 de junio, 2013) presenta a 4 ejecutivos que tomaron la misma decisión: Claudia de Heredia, gerente de marca en Procter & Gamble; Francisco Vizcaya, director de banca institucional en Santander; Erik Wallsten, vicepresidente de La Salle Investment; y Rodrigo Hernández, gerente de mercadotecnia de Tequila Cuervo.
En México, lo tradicional fue vivir sin jefe. Buscar empleo fue tan mal visto que José María Luis Mora escribió un famoso “Discurso sobre los perniciosos efectos de la empleomanía” en 1827. Todavía en 1950, el censo de población registró 3.5 millones de empresarios contra 3.8 millones de asalariados (Ifigenia Martínez de Navarrete, La distribución del ingreso y el desarrollo económico de México, Cuadro 5). Es de suponerse que los empresarios incluían, no sólo patrones, sino profesionistas, artesanos, ejidatarios y cooperativistas. Pero lo importante es que la mitad de la población ocupada (el 48%) no estaba asalariada.
La disciplina de ir a un lugar de trabajo, marcar tarjeta y recibir órdenes no formaba parte de la cultura mexicana; y no fue fácil de aceptar, cuando el país empezó a piramidarse. A muchos les parecía humillante. Para vencer esa resistencia, las grandes empresas y el gobierno tuvieron que ofrecer sueldos y prestaciones superiores a los ingresos obtenidos de manera independiente. Por eso, aunque se supone que trabajar por cuenta propia deja más que ser empleado, no es así. Si lo fuera, nadie aceptaría obedecer.
De hecho, los ejecutivos del artículo de Expansión reconocen que ganan 25% menos de lo que ganaban como empleados (en promedio, aunque uno gana más); y que empezaron peor: hasta con 80% o 90% menos. La verdadera diferencia, que los hace felices, está en el título del reportaje: “Hago lo que quiero”.
En muchas circunstancias, no es fácil resistir una reducción tan fuerte de ingresos. Pero el arranque puede suavizarse. Desde luego, con apoyos familiares y ahorros acumulados para empezar. También es común que las aficiones cultivadas en el tiempo libre vayan creando un capital de aprendizajes y relaciones útiles para transformar el hobby en negocio. Muchas empresas empezaron así. Menos común, pero deseable, es que las grandes empresas faciliten la transición con apoyos de algún tipo. Por ejemplo: El ejecutivo a cargo del mantenimiento de los edificios de una gran empresa recibe su indemnización y un contrato para darle el mismo servicio desde una empresa propia, con libertad para buscar otros clientes.
En Japón, muchas pequeñas y medianas empresas están encabezadas por ejecutivos que fueron apoyados para transformarse en proveedores de la empresa donde habían hecho carrera. En los Estados Unidos, es famoso el caso de la General Motors que sustituyó sus departamentos de ventas y servicio transformándolos en distribuidores autorizados. También el de la arrendadora de automóviles Avis que convirtió a sus agencias en franquicias de empresarios independientes.
La piramidación ha llegado a extremos absurdos. Petróleos Mexicanos llegó a distribuir gas en tanques a las casas. Cuando se habla de privatizar (o no) la mayor empresa del país, se olvida que es un conglomerado ineficaz de operaciones que no tienen por qué estar integradas a un gigante, ni público, ni privado. Habría que empezar por separarlas, no desde arriba, como se ha hecho (creando gigantitos como Pemex Refinación), sino desde abajo. Lo malo de las burocracias no es, en primer lugar, a quién pertenecen; sino el desperdicio de tiempo, iniciativas, recursos y talento en una maraña de interconexiones.
Vivir sin jefe también produce frustraciones, porque la legislación está en contra de las microempresas, porque escasean los microcréditos (algo que empieza a mejorar) y por las legiones de parásitos extorsionadores. Pero estas dificultades son educativas del ánimo empresarial y hasta de la conciencia ciudadana frente a la ineptitud y los abusos del poder. Muchos aprenden a encararlas para darse la satisfacción de vivir sin jefe.