Los idus de marzo
Enrique Krauze
Viernes 21 de Marzo de 2014

El poder tiene sus reglas: destruye al que lo usa sin medida, pero también al que, debiendo ejercerlo, lo rehúye. Esta condición, dramatizada por Shakespeare hace siglos, tuvo en el México de 1994 su cruel versión: Salinas y Colosio repitieron, sin saberlo, un libreto del bardo de Stratford-upon-Avon.

Marzo 1999


...porque en la hueca corona que ciñe las sienes mortales de un rey, la Muerte tiene su corte. William Shakespeare, El Rey Ricardo II.



"Salinas puede terminar como personaje de una tragedia shakespeareana", le dije al corresponsal de Newsweek a principios de marzo de 1994. Más que formular una vaga premonición, trataba de afirmar una convicción antigua, la idea de que el poder en México había adquirido una contextura teatral no muy alejada de la Inglaterra medieval. No era difícil trazar paralelos entre el libreto que había escrito para sí mismo el presidente Salinas y algunos temas shakespeareanos. El más claro era la ilegitimidad de origen, ese espectro culpable que inquieta los sueños de Enrique IV, esa mancha de sangre vengadora en las manos de Lady Macbeth.

Salinas no era propiamente, como ellos, un usurpador: no había llegado al poder destronando o asesinando al monarca legítimo, pero una sospecha indeleble sobre su triunfo en las urnas marcó el nacimiento de su sexenio. De allí provino quizá su prisa por afirmar su credibilidad, la audacia permanente de su liderazgo y la dimensión de su proyecto: él iba a destronar con hechos a los millones de ciudadanos que votaron en su contra, él iba a disipar la sombra hasta volverla una luz enceguecedora que disimulara el incendio de las boletas electorales en el Palacio Legislativo.
    
El éxito parcial de esa reversión lo había llevado a incurrir en otra actitud típicamente shakespeareana: el abusivo ejercicio del poder absoluto. Aquí su antecedente era Ricardo III, el conspirador por antonomasia que "enviaba a la escuela al sanguinario Maquiavelo" y trasmutó en voluntad de poder el rencoroso fardo de su atrofia física. Salinas también le daba clases a Maquiavelo pero sus fardos eran otros: el haber llevado a extremos casi sicilianos —mediante el disimulo, el consentimiento o la abierta complicidad con las actividades ilícitas de su hermano— la práctica del patrimonialismo político. La familia revolucionaria podía seguir reinando sobre México pero la familia Salinas reinaría sobre la familia revolucionaria.

Gran jinete, a la postre hubiera dado también su reino por un caballo, pero años antes, en plena gloria, buscó seriamente la reelección directa e inmediata o, en el peor de los casos, la indirecta y mediata que preparase su vuelta triunfal en el año 2000.

Entonces sí la votación sería mayoritaria en favor suyo y de su partido —Solidaridad o PRI, ¿qué más da?—, entonces sí podría dar pie a una reforma política pausada, regulada desde lo alto de una presidencia imperial en cuyo trono reinaba un César no sólo todopoderoso en México y prestigiado en el mundo sino —por la interpósita persona de su hermano— inmensamente rico. Tal vez entonces, el único problema de Carlos hubiese sido Raúl, que le hubiera reclamado ya no con dinero sino con poder sus derechos de primogenitura en la conspiración por adueñarse de México.
    
Yo había apoyado públicamente parte del desempeño económico del gobierno. Por su convicción y su profundidad, comparé el ímpetu reformador de Salinas con el de Calles. Pero a todo lo largo de la gestión señalé los gravísimos riesgos que implicaba el relegar la reforma política.

En octubre de 1993, el presidente me citó —como seguramente hizo con otros intelectuales— para sondear mi opinión sobre el proceso sucesorio. Le expuse mi crítica sobre el aspecto político de su sexenio. Contestó que para eludir el destino de la Unión Soviética, México debía consolidar la perestroika antes que la glasnost. Enseguida me pidió que le diera una opinión franca sobre tres precandidatos: Pedro Aspe, Luis Donaldo Colosio y Manuel Camacho. Se la di, con una inclinación en favor de Camacho. Dado el éxito de la reforma económica era obvio que la tarea pendiente sería la reforma política: Camacho tenía la voluntad de hacerla. Concedí que era ambicioso, pero ¿qué político de raza no lo era? Aspe, por su parte, era ante todo un economista, y podría seguir —como sucedió, en su momento, con Ortiz Mena— en el equipo de Colosio o de Camacho. En cuanto a Luis Donaldo, mis dudas eran de varia índole: políticas y psicológicas.
    
No comenté con Salinas la mayor de ellas: a diferencia de Camacho, que era su hermano político, Colosio era a todas luces el hijo político de Salinas, su protegido. Nombrarlo a él era optar por un "maximato", con Colosio en el papel de Portes Gil, Ortiz Rubio o Abelardo Rodríguez. Esta reelección por interpósita persona rodeada de un grupo compacto de tecnócratas (uno de los cuales declararía abiertamente su intención de permanecer 24 años en el poder), mataba de entrada la posibilidad de cualquier reforma política.

No era la reversión y menos la superación de la ilegitimidad de origen: era su consolidación. Toda la historia mexicana del siglo XX estaba construida de frente y en contra de la reelección personal —no de partido—. Atentar contra ese principio era pactar con el diablo, que en México no significa otra cosa que desatar la violencia. Sin embargo, alcancé a formularle una paradoja suficientemente clara: "Para permanecer hay que irse; el riesgo de irse está en permanecer".
    
Salinas negaba toda intención de permanecer. Tocaba madera —literalmente, en su oficina— al escuchar la palabra hybris y decía ansiar el término pacífico de su sexenio, con un futuro idílico de joven elder statesman, entre memorias, amigos y libros. Por eso mi razonamiento crítico se centró en la personalidad de Colosio: "es un hombre limpio, inteligente, bueno (demasiado bueno, tal vez), tiene pinta de charro mexicano, recuerda un poco a Adolfo López Mateos, habla muy bien en público, pero tiene una fractura de carácter que no alcanzo a descifrar. Tal vez se deba a la enfermedad de su mujer, Diana Laura. No lo sé, pero la fractura existe y un hombre fracturado no puede gobernar".
    
Salinas me escuchó con esa concentración hipnótica que tenía. "Es difícil no querer a Manuel", me dijo. Pedro era reservado pero sumamente inteligente, y en esa reserva mostraba su talento político. En cuanto a Colosio, evadió el tema de la fractura pero no el de Diana Laura. Me dijo que era ella quien impulsaba a su marido. Le apenaba su enfermedad, pero de sobrevenir un desenlace el pueblo se volcaría a la calle en manifestaciones de piadosa simpatía hacia Luis Donaldo. De hecho —agregó— la eventual muerte de Diana Laura, por más triste que fuera, le serviría al candidato. Enseguida me hizo ver la experiencia que Colosio había acumulado en Sedesol. "Es cierto —contesté—, además tiene gran sentido humano." "Que no es una cualidad menor", acotó de inmediato. Me pidió que hablara con los precandidatos y volviera a verlo en unas semanas con una opinión más perfilada. Llegué con unos apuntes biográficos en los que fundamenté adicionalmente mis razonamientos —haciendo hincapié en la teoría de la fractura— pero me atajó implicando que no tenía caso: "todos son tus amigos". Sospeché que la decisión estaba tomada.

Días más tarde viajé a España para acompañar a Octavio Paz a la entrega del Premio Príncipe de Asturias a Vuelta. Una noche llegamos al hotel de Oviedo mi padre, mi hijo León y yo. Prendimos la televisión y de pronto apareció Colosio.

Era el destape. Escuché sus primeras palabras. No sé si fue en ese momento o al día siguiente, cuando advertí un lapsus: dijo algo así como "viva el Partido de la Revolu... Revolucionario Institucional". Lamenté en ese momento la decisión que me parecía no sólo irrevocable sino irresponsable. Pero allí estaba la primera prueba de mi hipótesis biográfica: traicionado por su subconsciente en el momento mismo de ser ungido, Colosio había estado a punto de arruinar su campaña presidencial. Era una nueva y aún más macabra representación de Shakespeare: el heredero al trono que no quiere —o no puede, o no debe, o no sabe, o teme— ser rey.

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Publicado en letraslibres.com

 
 

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