Las conjunciones literarias tienen algo de conjunciones astrales. La del «boom» latinoamericano se produjo en Barcelona, año de gracia de 1967. A partir de entonces, anuncia Xavi Ayén en «Aquellos años del boom» (RBA, premio Gaziel de Biografías y Memorias), García Márquez, Vargas Llosa y un grupo de amigos situaron la lengua española en la primera división mundial: «El canon dejaba de ser occidental, es decir, norteamericano o europeo. El boom insufló en Latinoamérica una autoestima enorme, casi comparable a ganar un campeonato de fútbol...».
Los escritores llegaron a Barcelona por tierra, mar y aire. Vargas Llosa ya había oteado el puerto en 1958, desde un barco italiano. García Márquez arribó en un achacoso Seat de alquiler en 1967 y, dos años después, José Donoso, procedente de Mallorca. Ese mismo año, Sergio Pitol bajó del tren en la estación de Francia y acabó en una pensión de la calle Escudellers, puro barrio chino.
A finales de los sesenta, explica Ayén, Barcelona relevó a Buenos Aires como capital editorial del libro español. «La Ciudad Condal tenía a la agente Carmen Balcells, el gran imán de los escritores; a Carlos Barral, editor del prestigio literario; y una potente maquinaria industrial-editorial, encabezada por Planeta y Plaza y Janés. Además, unas nacientes editoriales -Anagrama, Tusquets- que se sumaban a las modernizadas Lumen y Seix Barral»
El plano de Barcelona se despliega como un tablero del «boom». García Márquez y Vargas Llosa, en sus pisos casi contiguos del barrio de Sarrià, encabezan la lista de residentes que continúa con José Donoso, Jorge Edwards, Bryce Echenique, Óscar Collazos, Mauricio Wacquez, Cristina Peri Rossi... Entre los visitantes ilustres, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Plinio Apuleyo Mendoza, Borges, Pablo Neruda o Álvaro Mutis.
Cerca de la calle Caponata, donde vivió García Márquez, el señor Jorge Echevarría de la papelería Bambi recuerda cuando el colombiano, vestido con un mono azul proletario, le compraba los folios donde teclearía «El otoño del patriarca». En una ocasión, Gabo invitó al librero a escuchar música en su amplio piso que lo dejó sorprendido «porque estaba insonorizado».
A una esquina de allí, calle Osio 50, Vargas Llosa también se aplicaba en la escritura de «Pantaleón y las visitadoras»: como no se podía concentrar en su piso del tercero, se instaló en un solitario sobreático. Cortázar venía desde París a Barcelona en furgoneta para comprarse en El Corte Inglés trajes adecuados a su estatura. Un «boom» de amigos que compartían viajes a los sanfermines, colaboraban en las mismas revistas y planeaban libros colectivos de relatos.
Desmentir tópicos
Ayén desmiente algunos tópicos aferrados a las historias oficiales. Por ejemplo, que Barral dejó pasar «Cien años de soledad»... «Es una leyenda urbana que él mismo propagaba "para darse pisto", como me dijo García Márquez, que le seguía la broma». La Mamá Grande, Carmen Balcells, provocó otro «boom» en la relación de autores y editores. Ayén tuvo acceso a documentación inédita de sus archivos. La agente, «combina la fuerza de la voluntad y del trabajo duro con una ambición descomunal, estratosférica. Se la caricaturiza como ávida de poder y, aun siendo cierto que eso le fascina y que es la mejor negociadora del mundo, siempre hay unos ideales muy nobles bajo su máscara omnipotente».
Aquella Barcelona, añade, «alumbró una nueva "raza" de escritor bohemio». El retrato robot: «Latinoamericano, fervoroso revolucionario, con una novela en marcha en la mochila, de la que habla mientras toma unas copas, colgado como un canario de las barras de los bares». No era el caso de Vargas Llosa, habitual bebedor de leche que solo pisó una vez la discoteca Bocaccio. Ni tampoco de García Márquez, al que le gustaba lucir su BMW azul metalizado ante la cafetería Sándor, pero que era muy poco noctámbulo.
No todos los autores latinoamericanos que pasaron por Barcelona conocieron la misma suerte editorial. José Donoso nunca tuvo las ventas millonarias de García Márquez, Vargas Llosa o Cortázar, apunta Ayén: «Estuvo celoso de ellos, sufrió problemas de identidad sexual al no asumir sus tendencias gays, creó un ambiente familiar muy disfuncional y, como decía medio en broma Ana María Moix, escribió un libro sobre el boom para asegurarse de que le incluían en él». Detrás de Donoso, lo que el profesor Jordi Gràcia denomina la «metralla del boom»: Manuel Scorza, Néstor Sánchez, Manuel Puig, Severo Sarduy...
Parafraseando al «Zabalita» de «Conversación en la catedral», el «boom» se «jodió» cuando sus integrantes dejaron de compartir proyectos, se resquebrajó la «ilusión lírica» de la revolución cubana y sus dos actores principales, Vargas Llosa y García Márquez, se enemistaron. Xavi Ayén lo ilustra con el puñetazo que el peruano le propinó al colombiano en 1976: «Más allá del lío de faldas, lo que molestó a Vargas Llosa es que Gabo traicionara su amistad. Este hecho coincide con la época en que ya habían dejado de actuar como grupo. En la vida, todo se acaba jodiendo y el boom no iba a ser menos».
Cronología de un puñetazo
Eran tan amigos que los confundían. Unas señoras se acercaron a Vargas Llosa: «¡Es Márquez Llosa!».
Pero eran muy diferentes, advierte Ayén: «Vargas Llosa era entonces más conocido, tenía buena planta, sabía meterse a la gente en el bolsillo y era intelectualmente sofisticado. García Márquez representaba la novedad, era un gran descubrimiento, pero su personalidad era la de alguien tímido, víctima del nerviosismo, cohibido y a la defensiva...»
La ruptura no fue por razones ideológicas, sino por un suceso del verano barcelonés de 1974. Patricia confesó a Gabo sus problemas conyugales. Según Jorge Edwards, el colombiano la acompañó al aeropuerto... y Patricia perdió el avión. Vargas Llosa sospechaba que quiso llevarla a un hotel...
El 12 de febrero de 1976, en el preestreno «Supervivientes de los Andes» en el Palacio de Bellas Artes de México, Mario clavó un puñetazo a Gabo: «¡Esto, por lo que hiciste a Patricia en Barcelona!»