Tocábamos la primera canción de la tanda: --Sólo un sueño...., sólo un sueñoooo -. El baile había comenzado y el reloj debió haber marcado alrededor de las ocho y media de la noche. La primera pareja salió a bailar a la parte central de la pista, enseguida, un segundo galán cobraba el suficiente valor para sacar a bailar a alguna de las muchachas qué, acicalada como modelos de revista de modas, se encontraba a la expectativa sentada en alguna de las mesas ubicadas alrededor de la cancha de baile.
Luego se unía una tercera pareja, y así, en un santiamén, tras un desfile de muchachas y muchachos tomados de la mano que se dirigían desde sus mesas hacia la de música juvenil iluminada pista de baile hasta que ésta quedaba repleta a más no poder; sin embargo, la chispa que encendía el fuego de lo que estaba por arribar tal como un desgastado encendedor de cigarrillos, no encendía en la primera tanda, tampoco en la segunda, sino tras de haber transcurrido por lo menos media hora del inicio de baile.
Para nosotros, los cinco adolescentes que integrábamos el grupo de música moderna, no era algo inusitado: estábamos acostumbrados a aquello trotes los cuales sucedían casi siempre en cada tocada en el Club Revolución del Plano Oriente. Y ello era causa de que aquel centro de baile tuviese una mala fama ganada a pulso entre los jóvenes de la época.
El Plano Oriente era la colonia ubicada tras la vía del ferrocarril hacia el oriente de la ciudad, no era una de tantas, sino por haber sido el asentamiento pionero de la ciudad y la más famosa por la bravura de sus pandillas juveniles; a tal grado que los muchachos del centro de la ciudad evitábamos aparecer por sus calles y eventos, dada la rivalidad típica entre las juventudes de colonias de diferente nivel socio económico.
De nuevo en nuestro baile de la noche de marras, las parejas danzaban estrechadas en la pletórica cancha llevando el paso de alguna balada romántica de Los Apson, y, de súbito, en el centro de aquel rectángulo de baile: el descontón, el remolino de cuerpos, los puñetazos, los puntapiés con botas vaqueras, las pesadas sillas de madera y vaqueta usadas como armas devastadoras, y en un pestañear de ojos, la galaxia de cuerpos comenzaba a girar hasta volverse una batahola sobre el embaldosado de la pista atiborrada ahora de parejitas, bebedores de cerveza con boleto pagado o colados, los mirones cerveza en mano, de pronto caían en la cuenta de que le estaban sonando duro a alguno de sus camaradas, y envalentonados por la bebida entraban sin titubeos en la atroz batalla campal en la que en un abrir y cerrar de ojos se convertía aquel baile de fin de semana en el “Centro Social Revolución”.
Con aspavientos y gritos de horror, las muchachas entraban también en aquel tumulto; mientras tanto, de pie sobre el templete de dos metros de altura, nosotros, los del “conjunto”, contemplábamos como volaban sobre los sombreros, las sillas de Concordia, la rapidez con la que alguno de los más bravucones escapaba a plena carrera de la tunda, a los que trataban de calmar a los enconados; tras nosotros, la serena voz de Favela, el organizador del cervecero baile: -Sigan tocando muchachos, sigan tocando -, pero por lo regular allí moría la comunión de los mansos, el entusiasmo ilusionado de las muchachas abandonadas por un galán perdido entre la bola repartiendo moquetes a diestra y siniestra; pero no había muertos, ni heridos de gravedad, la Policía o la Cruz Roja brillaban por su ausencia; y así, tal como llegaba de súbito el incontenible vendaval de aquella violenta tremolina que se generalizaba en un santiamén, asimismo desaparecía a medida que los apaciguadores contratados para el caso iban regresando al orden las cosas.
En ocasiones, si el “fuego” era sofocado a tiempo, el baile proseguía como si nada hubiese pasado; en caso contrario, no había más remedio que desconectar los amplificadores, desarmar la batería y regresar por donde habíamos venido.
Una vez amainada la tormenta venían los comentarios pos mortem: que la ex novia de un fulano recién “cortado” observaba a los bailadores con el despecho a milímetros de la ira tras de ingerir media docena de cervezas, de pronto había descubierto entre la multitud a su ex dulcinea bailando de cachetito con un nuevo galán; a veces corrían rumores de algún encono entre pandillas rivales y en otras ocasiones se hablaba de un posible desacuerdo de alcoholizada conversación entre dos desconocidos; tales eran los comentarios que de boca en boca se escuchaban sobre las probables causas de que el baile terminara antes de la hora oficial; cosa que a nosotros, los del conjunto musical, nos venía muy bien, pues Favela pagaba sin chistar las horas convenidas en el contrato, mientras que él se veía comprometido a suspender el evento con la consecuente pérdida de venta de cerveza y boletaje.
El Club Social Revolución era el centro de bailes más temido por los conjuntos rocanroleros de los sesenta, no tanto porque el envase de cristal de una cerveza hiciera blanco en salva fuese la parte de uno, sino porque éste llegara a hacer blanco en alguno de los Fenders -los amplificadores americanos para las guitarras, el bajo y el micrófono del vocalista - que con tanto sacrificio comprábamos a crédito en la “Chicago Store” de Tucson.
Con todo y esto jamás desdeñamos un contrato con Favela en el Revolución del P.O. como en esos años se le conocía vulgarment-, y hasta los últimos día de su existencia, nuestro conjunto musical continuó tocando donde quiera que nos contratasen. Sin embargo, sin que haya sido quizás el propósito, el nombre de este centro de esparcimiento iba muy ad hoc con los “finales de baile que allí se daban”, a tal grado que la juventud de la época llegó a acuñar la frase: “Si no hubo pleito, no sirvió el baile.”