Mi nombre es Joaquín José Martínez. Fui el primer español en salir del corredor de la muerte y estuve allí unos tres años. Me siento afortunado, porque sólo fueron tres años, pero la verdad es que fueron tres años muy largos. Hubo mucho sufrimiento durante ese tiempo, y a cinco años de estar libre todavía cargo esas secuelas.
Es la peor experiencia que uno puede vivir y lo peor que uno puede sentir. Desde el momento en que entras hasta el día en que sales de allí, implica que estás muerto para la sociedad y para ti mismo.
En el corredor hay personas que pierden todo, pierden la familia y el ser persona. Allí se pasa mal.
Las horas de la comida no son las normales, te despiertan a las cinco de la mañana para el desayuno, la comida no es la que se come fuera. Es un recordatorio diario de que estas condenado a muerte y que vas a morir y muchas veces te sientes ya muerto sin haber llegado ese día.
Luego lo que haces es leer, escribir cartas y tienes dos horas de recreo dos días a la semana. La gente se anima -aunque estés entre rejas y no puedas tocar el césped- para respirar un poco de aire fresco.
Durante ese tiempo se piensa más que nada en la familia, en esos días de las fiestas, de navidad y los cumpleaños. Tengo dos hijas que ahora tienen 12 y 13 años y lo pasé mal, en tu mente pasan como fotografías de tus padres, hijas, todo lo bueno.
Mucha gente me pregunta cómo es estar allí dentro y yo digo que se imaginen los últimos años de su vida y borren todos los buenos momentos. Lo peor es no poder estar con la familia y cuando la ves es por muy poco tiempo y con un traje naranja. Estar privado de libertad fue sólo una parte, estar sin la familia fue lo principal.
Me acerqué más a la fe y a Dios y en mi caso, recibí apoyo de muchas personas e instituciones que a través de cartas me permitían mantenerme fuerte. Al principio con otros compañeros hablas y te ayudan a adaptarte a una nueva vida, una nueva dinámica, y luego estando allí dentro, ellos se convierten en una segunda familia.
Los guardias y ayudantes al principio no eran lo que esperaba. En las revisiones de las celdas, llegaban y te rompían la correspondencia y las fotos. Te hacían la vida imposible y te recordaban que estabas condenado a muerte.
El primer día que llegué allí recibí un golpe u otro como la mayoría de los que llegan, pero luego el trato fue cambiando y ya casi al final me hacían sentir en algunos momentos como persona, te hablaban, al principio se dirigían a tí como un número que todavía llevo marcado: 124396, repetido unas diez veces durante el día, pero cerca del final ya era Martínez.
Con los compañeros de celda cada caso era diferente. Había discusiones. Recuerdo el caso de una persona que era muy religiosa y decía que había matado en nombre de Dios y al otro lado tenía otra que decía que había matado en nombre del Diablo.
Las conversaciones del día a día eran "tú vas al infierno, no tú vas primero".
Llega un momento en que se pierde la noción de la realidad y de los temas que se hablan. Se habla de la muerte y del más allá. Había compañeros que incluso decían que si salían de nuevo harían algo al policía, al fiscal o la familia de la víctima.
Algunos se volvían más agresivos de lo que eran cuando entraron. Otros intentaban mantenerse fríos y aislados de estas conversaciones como lo hice yo, para buscar la manera de salirse de ese corredor.
No había recibido fecha de ejecución todavía. Tuve la suerte de ganar la primera apelación directamente en la Corte Suprema, y por eso no la recibí. Las personas que ya llevan más de cinco años son las que ya empiezan a preocuparse de ese tema.
Ya cuando se empiezan a agotar las apelaciones, comienzan a llegar las cartas y la que esperan - o mejor dicho no esperan los reclusos- es la carta que les dice que han perdido la última apelación. A partir de ese momento, pueden venir los vigilantes a tu celda y llevarte a otra celda independiente por un mes antes de ser ejecutado.
Llegado el momento, los reclusos iban muy tranquilos. La verdad, ese momento y cuando prueban la silla eléctrica es cuando había más silencio existe en el corredor.
Éramos 13 en ese pabellón y cuando sacaban a un chico para llevárselo a la otra zona para ser ejecutado, existe un silencio y mucha tristeza entre los presos.
El recluso en sí intenta transmitir una sensación de fuerza pero el que lo está viendo desde afuera no lo ve igual, uno ve que al hombre se le está acabando el tiempo y que lo va a pasar mal.
Al principio sabíamos que iban a ser ejecutados por las fechas. A ellos los tienen vigilados por un mes hasta la fecha de ejecución y cuando yo estaba sólo había la silla eléctrica, no había esa opción de inyección letal así que cuando ejecutaban a algún preso, sabíamos porque podíamos ver cómo parpadeaban las luces y todo lo eléctrico dentro del corredor fallaba.
Yo llevo ya cinco años libre, pero te vas dando cuenta de cosas que te marcan, como la cadena de mi pareja. No puedo escucharla mientras duermo, porque me despierto. El sonido de las llaves también me recuerda que los vigilantes venían a buscar a un preso o a pegarle.
Hay cosas que te dejan muy marcado, como el olor a carne, porque es lo que uno huele al estar allí dentro. Aunque no es lo que es, el cerebro te juega de tal forma que luego que una persona ha sido ejecutada hueles la muerte de esa persona
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