A Carlos Monsiváis debería declarársele patrimonio cultural de la humanidad porque más que un hombre es una escuela, una casa, una asamblea, una plaza arbolada, una galería de arte, un bar gay, una biblioteca, un aula, una taquería, una flauta, unos frijoles, un Vips, un San Simón, un gato con siete vidas.
No le alcanzaron las siete vidas para hacer todo lo que quería, pero lo que logró resulta asombroso. No sólo maulló sobre los tejados de la colonia Portales, sino que desde las torres del mundo nos hizo comprender que sabía no sólo de condición humana y de política, sino también de arte. Visitar un museo con Carlos, como lo hice en Tel Aviv y en Berlín, es una lección que todavía atesoro como uno de los buenos momentos de esta tremenda y hermosa vida.
Siempre me llamó la atención que NO dijera groserías y que jamás utilizara las palabras “cuate” o “mamón” o “rascuache” o “pinche”, que es una de las que usan las “niñas bien”. Recurría a ideas cultas que tejía en una urdimbre compleja, ácida, a ratos vitriólica. Así, con ese lenguaje que oscilaba entre la lucidez y la crueldad, reunía en sus columnas los desaciertos de nuestra detestable política, recogía las declaraciones de nuestros diputados y senadores, se pitorreaba de las ínfulas o las desgracias literarias de las mafias intelectuales. Los adjetivos más hirientes los destinaba a sus amigos que, a sabiendas, jamás dejaron de serlo, no fuera a irles peor.
Su crítica terrible podía destazar en menos de tres minutos, su risa de hilo de navaja, de cuchillo largamente afilado, de machete mexicano hendía la noche, el cable telefónico, el de la luz, el del oído. “Ya está, ya me mató, con esto se acaba todo”, pensaba yo al colgar la bocina, pero al otro día a primera hora sonaba el teléfono y era Monsi, encarnado en un gato sin garras ni pelos erizados que ronroneaba una canción muy dulce.
Carlos se refería a sus libros como bodrios. “Te voy a mandar mi bodrio”. “No sé cómo vayan a tomar los de Vuelta este bodrio”. Uno de esos bodrios resultó ser Lo marginal en el centro, su ensayo sobre Salvador Novo. Muchos adivinaron que en realidad se trata de su autobiografía.
A Monsi le importaba la crítica de los que saben, pero más esencial en su vida resultó lo que les sucedía a los demás. Por eso, uno de los últimos actos de su vida, ya sin resuello, sin su tanque de oxígeno, porque prefería morir a usarlo en público, fue su encuentro el 22 de febrero de 2010, con familiares de los 15 jóvenes asesinados por un comando armado de sicarios en la colonia Lomas de Salvárcar, en Ciudad Juárez.
Según Jenaro Villamil, con quién escribía Por mi madre bohemios, Monsiváis le dijo a Luz María Dávila, la madre que se puso de pie en Ciudad Juárez frente a Calderón para espetarle que no podía darle la bienvenida, que él, Monsi, la felicitaba porque había convertido la indignación moral en protesta.
Monsiváis murió el 19 de junio de 2010, tres meses más tarde sin recuperar el conocimiento. Recuerdo que los cinco dedos de su mano derecha, los cinco dedos de su mano izquierda estaban cubiertos de curitas. “Y ahora?” –le preguntaban. “Es que me muerden mis gatos” – respondía. En terapia intensiva le quitaron sus curitas. Y sus anteojos. Y su pluma. “Monsi ya no es Monsi” –pensé.
Monsiváis aguantaba mucho. También en los viajes era estoico, el avión no llegaba y Monsi leía como si nada, el calor se hacía sofocante, no protestaba, aparecían enjambres de mosquitos, no los veía. Una madrugada sí se quejó: “Dormí muy mal”. Como teníamos cuartos contiguos con una pared como de papel de china en una casa de campaña en Israel, me enojé: “No mientas, toda la noche me desvelaron tus ronquidos”.
A Monsi yo siempre le obedecí. Si me hubiera dicho: “Guárdame esta pistola unos diítas”, lo hubiera obedecido.
Hace cuatro años que no marco el 539-4762. Hace cuatro años que no me asesta su crítica devastadora o su opinión “atroz verdaderamente”, como diría José Emilio Pacheco; hace cuatro años que nadie repite: “O ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba yo entendiendo”. “Todo lo intenso debe ser efímero”. “Tiene un gran talento, lo único que le hace falta es que un país lo entienda”.
Cada año se engrandece lo que logró Monsiváis para la cultura de México. Su Estanquillo cuenta con la asombrosa cifra de 20 mil visitantes al mes.
Seguimos aquí, quién sabe por cuánto tiempo, Rafael Barajas El Fisgón, Jenaro Villamil, Jesús Ramírez, Alejandro Brito, Marta Lamas, Javier Aranda, al pie del cañón, hasta que un día o una noche, Monsi se nos aparezca y ordene que ya no la hagamos de emoción, que todo pasa “hasta la ciruela pasa”, como dice Liliana Felipe, y que al rato también él nos velará como una concesión inesperada, porque nunca de los nuncas se rebajó a asistir a un funeral.