"La corrupción somos todos", se dijo en los 80 del siglo pasado, ironizando un dicho del entonces presidente José López Portillo: "La solución somos todos".
No todos los mexicanos son corruptos, desde luego, ni mucho menos, pero la corrupción está en todas partes, ha estado siempre entre nosotros. Tenemos una historia larga de tolerancia y complicidad con la corrupción. Durante la Colonia se vendían los puestos públicos y se compraban para enriquecerse. La historia de políticos mexicanos enriquecidos con sus puestos llenaría una pequeña enciclopedia de la picaresca y otra de la infamia.
Se diría, por las quejas, que acudimos a una agudización de este viejo mal y de las protestas contra él. Si medimos por las protestas, y mal haríamos en desestimarlas, las últimas décadas, las décadas de la democracia, han multiplicado las clientelas políticas y, con ellas, la corrupción.
Una primera razón es el mucho dinero público suelto, no sujeto a cuentas, que ha circulado por el país. La cuenta mayor es probablemente la que se repartió a los estados bajo la forma de participaciones federales y primas por el fondo petrolero. Si recuerdo bien, un estudio de la secretaría de Hacienda del año 2009 calculó que por esta vía del pacto federal se había repartido a los estados el equivalente a cuatro veces el Plan Marshall que financió la reconstrucción de Europa. De todo ese dinero no se han rendido cuentas cabales porque son fondos que llegan de la federación pero cuyo gasto se aprueba en los congresos estatales. La vigilancia local no es buena, como puede suponerse. Hay algo para todos y todos reciben algo en el reparto de la gran piñata estatal de fondos federales.
Durante la gira que hicimos por treinta ciudades a finales de la década pasada Jorge Castañeda y yo, presentando y discutiendo nuestro ensayo Un futuro para México, la queja ubicua de la gente era la corrupción. Había mucho dinero en los gobiernos locales, dinero venido del fondo federal, y se notaba en distintos rubros. En la obra pública, desde luego, pero también en la captura, por parte de gobernadores hábiles, de instancias que debían ser sus contrapesos: el Congreso, los institutos electorales, los medios de comunicación, las comunidades empresariales. De una o de otra manera, a todos les iba bien con la derrama. Había demasiado dinero suelto del que nadie rendía cuentas y del que todos se beneficiaban.
Se diría que una semejante falta de transparencia guía las finanzas federales. No lo creo. Hay ahí más contrapesos y equilibrios, y también menos tolerancia. Pero apenas se abren nuevos espacios de registro o inspección pública, el paisaje se vuelve también desolador. Pienso en los desvíos recientemente documentados del sector educativo, en las prácticas fraudulentas de contratistas públicos como la empresa Oceanografïa o en los infamantes "moches" que algunos legisladores piden a beneficiarios de sus decisiones presupuestales.
El único instrumento relativamente probado contra la corrupción asociada al gasto de dineros públicos es la transparencia. Mi convicción es que ese instrumento no es todo lo efectivo que puede ser porque no se informa por Internet de todas las transacciones efectuadas. La transparencia funcionará cuando se dé cuenta del flujo de dinero público, literalmente, cheque por cheque y factura por factura.
Un segundo afluente en la epidemia de corrupción mexicana es imposible de medir aunque es imposible también que no haya tenido un fuerte impacto. Me refiero al efecto corruptor del narcotráfico y el crimen organizado sobre el gobierno y sobre la sociedad. No hay historia pequeña o grande de crimen organizado que no implique la corrupción de policías, jueces, políticos, militares, empresarios.
La corrupción que viene del crimen organizado toca el corazón de la procuración de justicia y sus instrumentos. Es una invitación permanente a violar la ley o a burlarla. Miles de jóvenes toman esa oferta y miles han muerto y matado por subirse a ella. No podemos saber cuánto ha corrompido a nuestra sociedad el crimen organizado. Podemos estar seguros de que no existiría sin ella.
Pienso finalmente que estamos por entrar a un tercer gran afluente de la corrupción mexicana, asociado a usos y costumbres del Estado. Es el que deriva del otorgamiento de concesiones públicas. México está entrando en una fase de licitaciones y contratos como no ha tenido en décadas. Pienso en la apertura de la economía que traerán las reformas y en el horizonte de contratación de obra pública asociado.
Todos los ciclos expansivos de este tipo –el alemanismo en los 50 del siglo pasado, el lopezportillismo en los 80, el salinismo en los 90– han dejado una estela de grandes negocios, nuevos empresarios y escándalos de corrupción. La nueva era de expansión económica, licitaciones y contratos públicos que se avecina es una oportunidad enorme para corregir nuestra historia de corrupción pero también para refrendarla.
La mesa está puesta por igual para interrumpir la tradición con un antes y un después moral en estas materias o para repetir, corregido y aumentado, el desmoralizante espectáculo de ver crecer nuevas fortunas hijas no del mérito sino del favor público de siempre.
Los momios respecto de lo que sucederá son seguramente adversos y quizá muchos de los dados ya están jugados. Yo sigo apostando con convicción y sin esperanza a que la corrupción mexicana disminuirá con la modernidad, y que la selección mexicana ganará algún día el Mundial.