El Chino y el Pepino I
CD. DE MÉXICO.– El Chinos se asegura que la puerta quede bien cerrada y enciende el televisor. Sintoniza el Canal 5, se asegura que aparezcan las caricaturas, sube el volumen del aparato y se desparrama sobre el colchón.
El hombre calienta una solución de agua y polvo pardo. Se sujeta el brazo con una agujeta anudada a manera de cuerda para horca justo arriba del codo y golpea con la mano libre la cara interna del codo atrapado.
Antes entregó un cuaderno y crayolas a su pequeño hijo, a quien todavía la vida no apoda El Pepino. Por esos días, el niño, de unos seis o siete años, ya había estado en prisión por primera vez.
En la cárcel, su madre le regaló globos metálicos rellenos de hule espuma. Lo abrazó y se despidieron. La miró desaparecer tras el portón metálico. Así entendió la vida en la cárcel durante las siguientes ocasiones en que la mujer, empeñada en robar cosas sin valor, regresaba al reclusorio hasta completar nueve estancias.
Al tercer ingreso de la mujer, El Pepino se quedó atrás de la aduana. El niño debía mostrar una credencial escolar, pero desde entonces ya no estudiaba. En adelante hablaron a través de un teléfono celular que ella ocultaba en su celda.
Después de que también cesaron los telefonazos, la mujer quedó en el abandono y la infancia del Pepino continuó con su padre, El Chinos, un ladrón de poca monta por los rumbos del Monumento a la Revolución.
El hombre hacía lo que entendía por paternidad. Llenaba las manos del niño con morralla para las maquinitas y le compraba queso Oaxaca, cuyo recuerdo hace sonreír al muchacho de pelo tan erizado que ocasionaría un conflicto de identidad a un puercoespín.
El recuerdo del Pepino sigue: su mano es tomada por El Chinos al subir a un microbús que se detiene frente a un hotel con olor a insecticida en que viven.
Suben a la habitación.
El Chinos se deja caer en la cama y resopla con el mismo alivio de un montañista cuando llega al refugio de media montaña en medio de una tormenta de nieve. Esculca un cajón, toma el cuaderno y los lápices de cera. Tiembla. Entrega los materiales de dibujo su hijo y enciende la televisión, el Canal 5. Aparecen los dibujos animados y El Chinos de desploma en la cama.
Busca una vena más o menos recuperada, alguna que muestre el redondel con menor amenaza de volverse un volcancito de pus.
Hunde la hipodérmica.
–No me veas, no me veas –urge al niño antes de ser una hoja que se desprende del árbol y zigzaguea en el viento hacia el suelo.
El Chinos y el Pepino II
El cerebro del Chinos y de cualquiera es un laboratorio químico que transforma la heroína en morfina. La sustancia busca, como los amantes jóvenes hacen, una parte primitiva del cerebro conocida como área tegmentaria ventral, la parte del tallo cerebral situada arriba del cerebelo.
Esta zona tiene receptores naturales y recibe inicialmente el estímulo que identifica plenamente como placentero e interactúa con la morfina como en una cita a ciegas: sin saber qué o quién es, el cerebro termina el encuentro convencido de que ha probado lo mejor en su vida.
Este poderoso estímulo se trasmite al núcleo acumbens, por debajo de los lóbulos frontales, sensación que viaja principal, pero no exclusivamente, gracias al neurotransmisor dopamina, la misma que produce el placer asociado al sabor dulce o al orgasmo, pero considerablemente más intenso y prolongado.
Mucho mejor.
El Chinos entrecierra los ojos. Tal vez babea sobre la almohada. A los pies de la cama, El Pepino sigue una épica de robots extraterrestres.
Junto con la desaparición de los dolores de cualquier tipo, la vía del placer lleva el estímulo a la corteza del cerebro de El Chinos, en el lóbulo frontal, donde el efecto termina poco tiempo después.
Con ciertas dificultades, volverá la normalidad.
Con estímulos repetidos, la vía del placer, también conocida como la vía de la dopamina, se afina: el núcleo accumbens rápidamente acusa el efecto y lo trasmite a la corteza prefrontal.
Y, en la azotea, todo es algarabío.
Pero, como en La Fiesta, de Joan Manuel Serrat, el efecto placentero pronto se extingue dejando al cerebro ávido de más. “¿Has traído a este reventón sólo un seis de cerveza?”, parece preguntarse la masa gris del Chinos.
Si antes la vida no tenía sentido, ahora sí lo tiene: más heroína convertida en morfina en su muy interior laboratorio.
La morfina determina casi la totalidad de su conducta. Ahora es un adicto. Lo que empezó como diversión, se ha convertido en la más vital de sus causas para el resto de sus días.
Las células cerebrales están hechas para mandar y tratan de readquirir el control de lo que sucede. Reactivan a una enzima que se resiste a los efectos de la morfina. La misma dosis ya no produce el mismo efecto. Ya no es igual. La frecuencia de las dosis aumenta. El precio también. El pánico es solamente interrumpido por los cada vez más breves periodos de éxtasis.
Las dosis crecientes, las concentraciones variables en el polvo que les venden como morfina, pronto llevan al adicto a dosis que afectan los centros que controlan la respiración.
El 60 por ciento de los adictos llevados a las salas de urgencias mueren en paro respiratorio. En 10 minutos, el cerebro que había vivido para mantener viva la fiesta en la vía del placer, está muerto.
Será seguido poco después por el resto del cuerpo.
El Chinos y el Pepino III
En el hotel barato del Distrito Federal, El Chinos entrega papel y colores a su hijo para que dibuje.
Sentado en una banca de cemento, el chavo recuerda la escena:
“Yo volteaba y lo veía inyectarse”, cuenta en la correccional para adolescentes de San Fernando, en el Distrito Federal. “Ahora sé que es heroína. Me decía: ‘ve la tele’, ‘dibuja lo que se te venga la mente’. ‘No me veas, ve la tele’. Se inyectaba. Sí: viajado. Yo veía las caricaturas. En ese tiempo estaba, ¿cómo se llama? ¿Transformers?”.
Al poco tiempo, su padre también desapareció por el portón de otra cárcel del Distrito Federal. Aún purga condena por homicidio.
–¿A quién mató tu papá? – pregunto al muchacho.
–A uno de sus tíos, porque a su hermana, la mamá de mi papá, la manoseaba y todo eso desde que era niños. Mi jefe siempre se dio cuenta y se hizo lacra y lo detonó a pura puñalada. Le metió 20 o 21 –dice y se sorbe los mocos. Está acatarrado.
El Pepino purga luego de que lo detuvieron con 66.6 gramos de cocaína que vendía y usaba en los alrededores de Tepito.
Al Pepino, a diferencia de su papá, no le gusta hundirse con suavidad en un colchón salitroso. El Pepino es un chavo que adora salir disparado hacia arriba en una camioneta Hummer, amarilla yema de huevo de preferencia y un corrido del Chapo Guzmán a todo volumen en el estéreo.
Coca. Imagínese una línea perfecta y recta de cocaína del grosor estándar de una dosis con todo el polvo sudamericano inhalado por los estadunidenses en 2012. La raya partiría de Nueva York y cruzaría el Océano Atlántico en vuelo de pájaro para llegar a Londres, de donde volvería hasta la Gran Manzana para completar un trazo de 11 mil 600 kilómetros.
La anterior distancia se estima a partir de la partición de un gramo de coca en ocho porciones, cada una de un centímetro de longitud, y a partir del dato estimado por el gobierno de Estados Unidos de que en este país se consumieron unas 145 toneladas del alcaloide.
Si el desembolso realizado por los estadunidenses para esnifar toda esa coca, unos 28 mil millones de dólares, se convirtiera en un camino de billetes de un dólar, uno tras otro, daría 110 veces la vuelta a la Tierra sobre la línea del Ecuador y atravesaría África Ecuatorial, la región más hambrienta del mundo. *
Nota: La descripción farmacológica de la heroína en el cerebro fue realizada por el médico internista Alland Padgett Benard.
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http://www.sinembargo.mx/18-09-2014/1113142