Jorge Zepeda Patterson
Nunca un día de muertos padeció la necrológica escenografía que hoy “arropa” el 2 de noviembre. Los titulares de periódicos y noticieros exudan sangre. Hallazgos cotidianos de fosas comunes, ejecuciones de funcionarios y empresarios en Coyoacán o Monterrey, atletas desaparecidos y milagrosamente reencontrados en el Ajusco, descripción del enfrentamiento de la jornada entre el ejército y el crimen organizado. Y todo ello mientras la opinión pública espera con temor el anuncio de la aparición de los 43 cuerpos de los muchachos de Ayotzinapa.
La vida pública mexicana de estos días me hacen pensar en Comala, el pueblo habitado por muertos del Pedro Páramo de Juan Rulfo. Los vivos hacemos las cosas que hacemos todos los días, pero la agenda pública está tomada por trajines que tienen que ver con asesinatos y desaparecidos; por todos esos que ya no están con nosotros pero cuyos asuntos pendientes modifican la atmósfera hasta hacerla irrespirable. “Cada que como me imagino qué es lo que está comiendo mi hijo”, dijo el padre de uno de los normalistas desparecidos; cada que bebo me pregunto qué estará bebiendo.
La agenda del gobierno de Peña Nieto se ha hecho trizas; da la sensación de que buena parte de sus cacareadas reformas pertenecen a un pasado distante. O en todo caso más lejano que los apenas tres meses transcurridos desde su aprobación en las Cámaras. Eso, que iba a ser la bandera del sexenio, puede convertirse rápidamente en algo tan anacrónico como la bandera trigarante, a menos que su gobierno pueda hacer algo sustantivo para erradicar la inseguridad pública.
El presidente mismo y sus principales ministros van de un lado a otro intentando apagar un fuego tras otro. Incluso Luis Videgaray, secretario de Hacienda, se ha visto obligado a hablar de inseguridad cada vez que la palabra inversión pasa por su boca. Y no es de extrañar: todos los días llegan señales de la conmoción internacional que ha provocado la violencia en México; 39 mil millones de pesos han salido del país en los últimos meses y los inversionistas extranjeros expresan cada vez mayor preocupación por la presencia imparable del crimen organizado a lo largo de la geografía nacional.
A las preocupaciones sobre inseguridad comienza a colarse en la atmósfera la explosiva idea de que la vida nacional podría estar en proceso de experimentar un golpe de inestabilidad. Las protestas por la desaparición de los normalistas han tomado por sorpresa a la autoridad. No sólo porque se han extendido a varias ciudades, incluso en el extranjero, sino porque han constituido una especie de “hasta aquí” para muchos otros sectores sociales. Algunos de ellos, incluso, bastante lejanos al segmento al que pertenecen las Normales de Guerrero, caracterizadas por su militancia radical.
En otras palabras, todo indica que Ayotzinapa será para este sexenio mucho más de lo que fue el incendio de la guardería de Hermosillo para el gobierno de Calderón. La opinión pública nunca escamoteó la solidaridad con los padres de los bebés fallecidos, pero se trataba más bien de un caso de negligencia y corrupción, por más doloroso e indignante que resultara. Lo de Guerrero es más complicado porque ahonda en heridas adicionales. Todo indica que se trató de una ejecución sumaria y multitudinaria en contra de un sector social que ha sido víctima de una infamia tras otra. Hay un efecto acumulado que termina por hacerse intolerable.
En la tragedia de Iguala convergen dos profundas heridas. Una, la desigualdad social, vieja e implacable, que provoca una desesperanza crónica y una desconfianza absoluta en la autoridad; y dos, la inseguridad pública que se ha cebado en particular en contra de los sectores más desprotegidos.
Me parece que eso es lo que hay detrás de la solidaridad de tantos mexicanos con los padres de los normalistas. La sensación de que se han alcanzado niveles de inseguridad que resultan inadmisibles.
En qué medida eso pueda convertirse en un factor de inestabilidad en el de por sí frágil andamiaje institucional, está por verse. Dependerá de las respuestas del aparato político a la coyuntura, pero también a la dimensión impredecible y azarosa que parece regir la emergencia de nuevos exabruptos violentos. Los Tlatlayas y Azotzinapa surgen sin aviso ni fecha en el calendario. Comenzamos a preguntarnos si estamos alcanzando ya los límites del sistema para procesarlos. ¿Usted qué piensa?
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