Jorge Zepeda Patterson
El principal saldo favorable en 2014, si no es que el único, son las expresiones de los muchos ciudadanos que han salido a la calle para protestar por la desaparición de los estudiantes de Iguala y por el estado de cosas en materia de corrupción e impunidad.
Parecería muy poco comparado con el alud de malas noticias y las perspectivas sombrías con las que termina el año. La economía no pinta nada bien con un precio del petróleo desplomado, lo cual que generará un boquete en las finanzas públicas. Y con un peso a la baja frente al dólar es previsible que la inflación se dispare y flagele aún más la deprimida economía popular.
En materia política las cosas no van mejor. Tras dos años de ejercicio del poder por parte de Enrique Peña Nieto está claro que las expectativas que algunos hubieran generado sobre el supuesto oficio de los priistas están poco menos que sepultadas. En todo caso, es evidente que la experiencia acumulada por el grupo Atlacomulco ha servido de poco a la hora de afrontar al México tan diverso y plural de nuestros días. El “manual del usuario” que construyeron durante décadas resulta obsoleto para conducir la nave. Los botones y palancas que solían usar ya no producen el mismo efecto. Las redes sociales y una prensa indócil, particularmente digital, despedazan una y otra vez los intentos presidenciales de vender la imagen de un país que sólo existe entre la élite.
El resto del entramado institucional político tampoco es halagüeño. La oposición está hecha trizas. El PAN aún no sale del shock que deja el balance de su pésima gestión del poder durante doce años. Como el de un individuo que se sacó la lotería y un año después, de regreso a la indigencia, se pregunta cómo y cuándo fue que dilapidó su fortuna. Y por desgracia todo lo que ha hecho desde entonces no ha hecho sino aumentar su desprestigio. Un escándalo tras otro y una disputa malsana entre sus filas no son precisamente la mejor manera de enderezar el camino.
La izquierda luce igualmente desafinada a la hora de cantar las rancheras. El desgajamiento de Morena profundiza la pulverización que ya padecía con el viejo divisionismo de las tribus. El clima de enfrentamiento entre ambas corrientes, cada una de las cuales convierte a la otra en su peor enemigo, profundizará el deterioro de imagen de las opciones lectorales progresistas. Peor aún, por vez primera incluso la gestión de la izquierda en el gobierno del Distrito Federal comienza a ser cuestionada, pese a las muchas evidencia de un desempeño más aceptable que el de cualquiera de las entidades federativas, y muy en particular la del Edomex. Las obvias responsabilidades del PRD en los gobiernos estatal y municipal en la tragedia de Iguala dejan un amargo sabor de boca a los simpatizantes de la izquierda.
En suma, se trata de un año de un balance deplorable en muchos sentidos. Y no obstante, en medio de este estercolero ha brotado una flor inesperada: la reacción de los ciudadanos. Y no es poca cosa. Durante años la violencia reiterada parecía habernos adormecido a la sociedad en una apatía paralizante en asuntos de la vida pública. Las sucesivas noticias de la violencia atroz con que solemos amanecer día tras día habían anestesiado a la opinión pública.
Y no obstante, la desaparición de los 43 estudiantes constituye un crimen tan absurdo, gratuito y salvaje que la tragedia terminó por conmover a la opinión pública como no había sucedido en décadas. Y esa es la mejor noticia del 2014 a la que podríamos aspirar. No insistiré aquí en el argumento muchas veces expresado de que sólo la participación de los ciudadanos puede mejorar la cosa pública para que deje de ser la “cosa nostra” de la clase política.
Desde luego que las marchas de tantos mexicanos en distintas ciudades en las últimas semanas no necesariamente desembocará en un cambio inmediato. Podrían haberlo provocado si la clase política no hubiera sentido tan cercana la tregua que representan las vacaciones de fin de año. Siguen apostando a que en el 2015 los ciudadanos habrán olvidado la tragedia, resumirán sus asuntos particulares y observarán como meros espectadores la escena pública. Quizá, lo veremos, pero no estoy tan seguro.
Primero, porque indignarse, salir a la calle y estar dispuesto a participar, es una especie de músculo que se fortalece con el ejercicio. Las jornadas vividas durante este otoño dejan una memoria inmediata a la cual echar mano en los meses por venir.
Segundo, no veo como los políticos puedan impedir los escándalos de sus residencias mal habidas y, mucho me temo, las tragedias colectivas como las de Tlatlaya o Iguala con tantos demonios como los que andan sueltos. Es decir, combustible para encender la indignación habrá en abundancia. Dependerá de todos nosotros de que el otoño agitado que acabamos de vivir fructifique en la posibilidad de una primavera democrática algún día.
@jorgezepedap
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