Por Ricardo Rocha
Lo dicho: estamos frente al peor escándalo de corrupción presidencial de todos los tiempos. Cada día que pasa la marea de la inmundicia sigue creciendo. EL UNIVERSAL, Proceso y algunos otros medios —no muchos, por cierto— han seguido documentando este nuevo e inacabable capítulo desde la enorme provocación de los Fox-Sahagún en la revista Quién hace apenas tres semanas.
En pocas palabras, los ex habitantes de Los Pinos rebajaron la institución presidencial al nivel de una gerencia de compras. Desde ahí medraron, abusaron, extorsionaron y chantajearon. Y más aún, pospusieron la tarea de gobierno para dedicarse casi de tiempo completo lo mismo a los grandes negocios que al boteo vergonzante de las “pequeñas” dádivas como joyas y automóviles, con una voracidad que de no ser tan cuantiosa entraría en los terrenos de la comicidad involuntaria. La residencia oficial de Los Pinos convertida en la guarida de La banda del carro rojo.
Adentro: el dispendio como sinónimo de bono gubernamental por los servicios prestados a la patria al haber sacado al PRI de Los Pinos. Los arreglos incesantes a las residencias oficiales, las cabañitas acogedoras y las oficinas faraónicas. Las compras enfermizas de vestidos de marca y accesorios tan ostensibles como de mal gusto. La elegancia entendida como “entre más caro, mejor”. Los millones y millones de pesos robados al erario público en incontables muestras de estulticia para “ambientar” las entrevistas a modo, las jugosas componendas, las asignaciones de contratos de muchos ceros, las rebajas de cientos de millones en impuestos y un tan abusivo ejercicio del poder que apenas vemos la punta del iceberg.
Afuera, muchos millones más para remodelar los ranchos con la compulsión de los nuevos ricos. Comprar casas, terrenos y fraccionamientos completos con toda la parentela: los Fox, los Sahagún, los Bribiesca, todos beneficiarios de información privilegiada, créditos ilimitados y trámites oficiales a modo para sus propiedades particulares, sus hospitales, sus jets privados, sus depas en Houston, sus gordas cuentas y sus gordos cinismos.
Y yo me pregunto: ¿los grandes negocios del sexenio como las ventas de Banamex, Bancomer y Bital fueron de gratis? ¿Cuánto realmente tiene Vamos México? ¿A cuánto asciende el nuevo patrimonio de los Fox-Sahagún? ¿Cuáles son las cifras que alcanzaron los negocios de los Bribiesca con Pemex, Fobaproa-IPAB, Infonavit, Nafin y anexas?
Por eso irrita que en su hiperactivismo Fox diga aquí y allá que es víctima de un linchamiento y una venganza política cuando está a punto de ser sepultado por las evidencias de su propia basura. Aunque en una sola cosa tiene razón: “He trabajado por mi casa”, dice. Y es cierto si su casa es sinónimo de su actual fortuna. Para eso estuvo ahí. Para ver la Presidencia como el botín que creyó merecer. Así que cabría preguntarle cuántas horas de cada día dedicaba al país y cuántas a trabajar por su casa.
Por eso asombra que haya panistas que lo exculpen a él y le carguen todo a ella, en una actitud tan cobarde como acomodaticia para restarle costos políticos al foxismo todavía incrustado en el PAN vía su actual dirigencia. O quienes pretenden una defensa tan descerebrada como la de que “no se le ha probado nada”, cual si no fuera suficiente el exhibicionismo reciente.
El caso es que hoy en la Cámara de Diputados se instala la llamada Comisión Fox para investigar el enriquecimiento inexplicable y el tráfico de influencias del ex presidente. Una indagatoria que, por lo pronto, ha dividido al partido en el poder. Mientras que los foxistas-espinistas defenderán con todo a su señor feudal, los calderonistas-germanistas esperarán en el balcón ver pasar el cadáver de Fox flotando en el estercolero de su descomposición.
Pero más allá de sus consecuencias políticas en las luchas partidistas por el poder, la Comisión Fox tiene la obligación histórica de cumplir con las expectativas de una elemental justicia: “que no se extralimite”, dicen unos; que no se limite, decimos todos los demás. Y agregamos que ya no será posible otro capítulo de impunidad. Nunca más un agravio de este tamaño. El país no lo resistiría, así que no jueguen con fuego.
Encubrir o no encubrir, he ahí el dilema
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