Los primeros días en el D.F.
Sergio Anaya
Martes 28 de Marzo de 2017

Era ya la media noche cuando dos siluetas aparecieron junto a la puerta de un edificio ubicado en la colonia Portales. Entre las sombras de esa hora cualquiera hubiera pensado en maleantes a punto de ingresar y cometer un atraco que alteraría el bendito sueño de las familias en sus departamentos clasemedieros. Solo que los movimientos lentos de las siluetas no eran una precaución calculada de ladrones al acecho sino el andar cansado y tímido de dos jovencitos provincianos que no sabían si tocar el timbre en el número indicado o esperar a que amaneciera para hablar con la persona que buscaban. 

Optaron por lo segundo. Total, sólo faltaban unas cuantas horas para que les abrieran la puerta y en ese momento no querían molestar a la tía Licha que con tanta amabilidad había prometido un cuarto para Alberto cuando viniera a estudiar a la Cd. de México. En las horas previas habían recorrido calles y colonias antes de dar con este domicilio, desde la llegada a la Central Norte de autobuses en la madrugada, luego el cargar maletas y bultos que ahuyentaban a los taxistas, preguntar a gente indiferente cómo se llega aquí y allá, las respuestas vagas y otras vez estaban donde mismo sin tener la menor idea de su ubicación exacta y la del edificio que buscaban. Por eso cuando dieron con éste y ya seguros de que serían bien recibidos tuvieron la gentileza de no despertar a la tía de Alberto, la cariñosa Lichita pródiga de elogios al sobrino cuando visitaba a la familia en Cd. Obregón y él la llevaba en carro a todas partes, a visitar amigas, a familiares en Pueblo Yaqui, Quetchehueca y ejidos circunvecinos, atenciones replicadas con un "no dejes de visitarme cuando vayas a México, te daré la recámara de mi hija antes de casarse". Animado por la promesa de la buena mujer, Alberto convenció a su compañero de viaje llegar allí para dejar maletas y bultos mientras buscaban un departamento compartido con otros estudiantes.

En el vestíbulo del edficio pasaron la noche comiéndose los últimos tacos de tortilla de harina preparados por sus madres un día antes, fumaron como se fuma a esa edad, cuando se dsfruta cada bocanada cigarro tras cigarro sin miedo al cáncer de pulmón ni al dolor de garganta, eso entonces no existía. Al amanecer empezaron a salir los primeros vecinos de sus departamentos, momento de tocar el timbre del número 6, segunda planta, donde los esperaba la tía Licha. Después de dos rinrines ella apareció aún en bata de dormir y pantuflas, al ver a Alberto y a sus dos greñudos acompañantes mostró un gesto de disgusto, qué haces aquí, qué quieres. Apoyado en su mejor sonrisa, le contestó ya estoy aquí, tía, voy a inscribirme en Medicina en la UNAM, él también y pues si me das chanza de quedarme contigo mientras encontramos un depa.

La mujer se quedó seca de la sorpresa, luego reaccionó con una sonrisa irónica, dónde te voy a acomodar si ya regresó tu prima, se divorció luego y ahora está durmiendo en su recámara. Estaba, porque fue despertada por la plática y con un intercambio de frases entre ambas mujeres quedó de manifiesto que los recién llegados no eran bienvenidos, es muy chico el depa, apenas cabemos nosotras.

Lo siento, salúdame a tus papás, espero que te vaya bien, pueden buscar una casa de esudiantes, hay muchas y son muy baratas. Cuídate mucho, y enseguida les plantó el cierre lapidario de la puerta.

En unos minutos la dulce tía tomó en la mente de Alberto la forma de  una pinche vieja culera malagradecida, aunque eso no le dolía tanto como los reclamos burlones de su acompañante, pendejo para esto vinimos hasta acá, mi tía Licha me quiere mucho, uyuyuy. 

Fue apenas la primera experiencia de vida en la gran ciudad, el desencanto y conocimiento de nuevas relaciones humanas, una de muchas anécdotas que habrían de ser celebradas en los reencuentros de años posteriores. La sorpresa inicial duraba poco, enseguida venía el acomodo en el departamento de paisanos que ya tenían años estudiando en la UNAM o en el Poli. Entre ellos siempre había una recámara de alguien que se estaba yendo, un rincón donde acomodarse por mientras. En general los paisanos eran amables, también ellos vivieron las dificultades de los primeros días y daban cabida a los recién llegados, les daban un espacio seguro y el tiempo necesario de encontrar su propio departamento e impartirles las primeras lecciones sobre cómo moverse en camiones y el metro, la recomendación imprescindible: No andes en la calle con la boca abierta mirando hacia lo más alto de los edificios, camina como si estuvieras acostumbrado a la ciudad.

Lasdos siluetas de una noche antes, cansadas y con el sabor amargo del desencanto, en menos de un día ya estaban felices, relajados en un departamento de la colonia Narvarte donde vivían cuatro paisanos, dos de ellos recién graduados a quienes les llegó la hora de marcharse, uno a la residencia médica y otro de regreso al terruño para buscar acomodo laboral. Dentro de poco les dejarían su recámara siempre y cuando se pusieran de acuerdo con la casera, una mujer discreta pero puntual en el cobro de la renta.

De manera similar iban llegando y acomodándose la mayoría de los sonorenses cuya ingenuidad de bachilleres desaparecía a los pocos días tras haberse adaptado al ritmo de la gran ciudad.

No todos los recién llegados tuvieron la misma suerte, hubo algunos que tardaron en adaptarse o no se adaptaron nunca, otros remaron contra la corriente mucho tiempo debido a las limitaciones económicas de sus familias. Entre uno y otros siempre recordamos dos casos singulares.

Primero el de Chendío, Rosendo pues, a quien lo llevó el sueño de ser ingeniero mecánico electricista egresado del Poli, un sueño no tan grande como su amor por la novia y las costumbres de su entorno original. Desde el primer día de su llegada Chendío se clavó en la nostalgia, un sentimiento que afloró con los días grises, lluviosos y fríos de la capital en pleno mes de agosto, una atmósfera opresiva mientras allá, mil quinientos kilómetros al norte, estaban los días soleados y calurosos pero alegres. A esta hora, pensaba, mi casa debe oler a las tortillas de harina que hace mi amá, yo estaría en la Laguna del Náinari con la Vero tomando raspados y música de los Fredys. Su amada Vero allá, solita, bella y tierna, lejos de él, indefensa ante el acoso de galanes ávidos de conquistarla.

 Apenas le llegaba este sentimiento, su cabeza se inclinaba y bajo la visera de la gorra una lágrima embozada no podía contener. Fueron pocos días de hundimiento melancólico porque en el primer sábado cervecero, mientras sus compañeros platicaban alegres las experiencias de su nueva vida, el Chendío no soportó más, tomó su veliz y les dijo: Saben qué, yo no me quedo, me regreso, si alguien quiere acompañarme a la Central se lo agradezco, pero los otros estaban tan divertidos que ignoraron la petición y sólo uno lo acompañó, no a la Central de Autobuses del Norte sino a la parada del camión en el que atravesaría por última vez la Cd. de México. El Chendío regresó a su paraíso y se inscribió en una de las carreras que empezaba a ofrecer el Itson a mediados de los setenta; en pocos años ya era papá de Veroniquita y Rosendito. En el D.F. los compañeros lo recordarían varias veces con una frase contundente: jalan más dos tetas que un par de carretas.

Un caso muy diferente fue el de Toño Rosales, hijo de modestos ejidatarios y quien emprendió el viaje sin ninguna promesa de manutención por parte de sus padres, él se fue atenido a la suerte y con la esperanza de encontrar pronto un trabajo que le ayudara a sobrevivir. Su objetivo era diferente al de la mayoría, él no buscaba hacer una carrera convencional sino desarrollarse como músico, no tocaba mal varios instrumentos, era el guitarrista y cantante obligado en las fiestas de prepa. Se sentía con vena para incursionar en el ambiente musical del D.F. por eso no lo detuvo la escasez de dinero. Juntó lo suficiente para pagar el boleto del camión hasta la capital y dos o tres días en un hotelucho miserable del centro. No podía comprometerse a rentar un departamento junto con otros porque no le alcanzaba para eso; se desprendió del grupo de paisanos estudiantes y antes de gastarse su magro ahorro ya era amigo de un hombre que administraba un estacionamiento cerca de San Juan de Letrán. Bohemio como él y admirador de la música de tríos, el hombre accedió sin objeciones a la solicitud de Toño: Lo emplearía como velador del estacionamiento. Para muchos esta perspectiva hubiera sido inaceptable, no para el aspirante a músico profesional quien pasó más de un año desvelado en la caseta de vigilancia donde mataba el tiempo rasgando una guitarra. Cuando era posible dormía en alguno de los automóviles guardados en el estacionamiento y de vez en vez se aseaba en un baño público cercano.

Dos años después alguien se topó con él en la avenida Universidad donde ahora vivía encaramado en la azotea de un edificio, en uno de los cuartos de servicio exclusivos para sirvientas. Allí era feliz pues además de tener su propio espacio, llevaba muy buenas relaciones con muchachas sencillas y trabajadoras que no dudaban en expropiar a sus patrones un plato de comida o cuando menos una ración de queso y jamón para compartirla en el cuarto de Toño. Una día ya no volvió, desapareció sin importarle los sentimientos de las vecinas pues fue invitado a suplir a un guitarrista de conjunto juvenil, desde entonces se hizo músico profesional, cantautor sin fama y sin fortuna pero con departamento propio, satisfecho de rozar con promesas de la farándula durante largas noches impregnadas de polvo y humedad.

Era el inicio de los estudios universitarios en la gran ciudad y el futuro de algunos estaba resuelto en unos cuantos días, para otros apenas empezaba el proceso de un aprendizaje que marca el resto de la vida. Alberto era uno de éstos a quienes la formación profesional les daría poco a poco una identidad definitiva. En el trayecto lo aguardaban nuevos amigos, nuevos amores y el descubrimiento de experiencias que mucho tiempo después se siguen recordando con la emoción de la primera vez.


 
 

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