Aquellos domingos en Cd. Obregón
Alberto Macías / Sergio Anaya
Sábado 24 de Marzo de 2018

8 de agosto de 1950

En Ciudad Obregón los domingos son tediosos y tristes. Por las mañanas nos levantamos tarde y después del aseo de rigor, nos vamos a ver al amigo en turno.

Esta visita es breve, pues casi siempre lo encontramos empeñado en discusiones con su "media naranja" por la cuestión del gasto de la casa; a la pobre vieja no le alcanzan para nada los quince pesos que le da su marido porque todo cuesta "un ojo de la cara".

Al mediodía, el batracio clama por sus fueros y salvo que nos hayamos propuesto castigarlo, acabamos por aplacarle la sed que lo atormenta...

Total, que el día que se nos va sin disfrutarlo sanamente, pues que el lunes amanecemos más crudos que una papa, abúlicos y con un geniecillo de todos los demonios.

No hemos visitado al Club Bahía, pero lo haremos el próximo domingo para ver si es verdad como en el soneto clásico, tanta belleza ribereña.

Alberto Macías. El eterno motivo

 

8 de agosto de 1964

Tirado en el suelo del pasillo trato de que su frescura me impregne la espalda. Está limpio, todavía huele al destilado que le unta mi hermana al trapeador. Esto y el abaniquito de fierro anclado al banco de madera son mis únicas defensas contra el calor. 

En el tocadiscos gira El Sonámbulo de Santo y Johny. Dicen que no es guitarra eléctrica sino otro instrumento, le llaman hawaiana, el que hace flotar las notas. La música me relaja.

Desde aquí veo hacia la calle, el vapor se levanta del pavimento y por eso se quejan algunos. Antes, cuando las calles sólo eran de tierra, había mucho polvo, sí, pero no se calentaban tanto como ahora que están "cubiertas de asfalto", como dijo un ingeniero que llamó a esta molestia el pago por el avance de la modernidad. No sé qué quiso decir, pero estoy seguro que él es de los que tiene aire acondicionado en su casa. 

El calor de mi espalda le ganó al fresco del piso y me doy vuelta, ahora estoy boca abajo y el abanico me recorre al girar. Así me quedo un rato, mirando hacia la calle donde arde el pavimento y pasan dos mujeres en cámara lenta envueltas en sus rebozos. 

Es domingo, a esta hora son pocos los carros que circulan en las calles. De repente pasa una carcacha amodorrada y durante varios minutos no se vuelve a escuchar otro ruido de motor.

Es domingo, todos están en sus casas esperando que caiga la tarde para sacar las sillas a la banqueta y quedarse allí platicando hasta la medianoche.

Yo sigo tirado en el suelo, las últimas notas del Sonámbulo sacuden el sopor de las tres de la tarde. Dentro de una hora me refresco con un baño y me largo al cine Cajeme, a unas cuadras de aquí, un oasis de aire acondicionado y películas americanas, no me pierdo ninguna.

 
 

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