Cajeme: el Mal
Luis Enrique Gómez Ortega
Miércoles 03 de Julio de 2019

Cd. Obregón, cabecera municipal de Cajeme, se ha convertido en una zona de guerra. Junio termina con prácticamente 70 asesinados en tiroteos, algunos de ellos públicos, a plena luz del día; otros tantos heridos, y algunos más desaparecidos.

Es el espanto a cualquier hora del día y en cualquier lugar. Las autoridades policíacas están rebasadas.

La indignación popular está llegando a un extremo, que no deja de ser cómodo, en las redes sociales. Cae todo el peso de la frase: “todos somos culpables”, que, realmente equivale a decir, “nadie es culpable”.

Muchos también invocan a la divinidad de su preferencia para que nos salve y nos libre del mal. Este mal que se ve como extraordinario en estos días: “nunca había pasado esto”, “no habíamos llegado a estos extremos”, “ahora si se pasaron (los asesinos) matando niños”, etc.

Y no. Desgraciadamente no es extraordinario. Hanna Arendt señaló la “banalidad del mal”. Es decir, esos hechos horrendos y monstruosos los puede cometer cualquier individuo, común y corriente, ni pervertido, ni sádico, ni fanático. Y lo puede hacer porque hay condiciones de todo tipo para hacerlo: complacer a algún jefe, obtener más dinero, quitar a un competidor en el negocio, hacer explotar su enojo y resentimiento contra quien sea, etc.

No hay un Mal que se personifique en una especie de demonio que posea a un joven veinteañero, que lo induzca a tomar un AK-47, que lo manipule para rafaguear a otro ser humano. No. Es un joven que se enfadó de reprobar, que no le invirtió tiempo al estudio, que quiere unos tenis nuevos, que juega con su hermanita en la banqueta, que le hace caso a su madre cuando lo llama a cenar frijoles. Sin chiste. Banal. Así.

Dice Arendt que en determinadas circunstancias sociales ese tipo de mal incrementa sus posibilidades de ejercerse. Y por eso habrá que tener cuidado con circunstancias tan cercanas a nosotros como los niños y adolescentes pegados al celular todo el día viendo quién sabe qué; o las tardes de narco-series que los padres y madres de familia devoran con asiduidad fanática; o los narco-corridos, alabanzas a la violencia y al enriquecimiento fácil y fugaz, que cada sábado se bailan en las diferentes canchas o se oyen intermitentemente en las radiodifusoras. Otras circunstancias podrían ser la impunidad de la que hacen gala los delincuentes ya consumados (ejemplo atractivo para aquellos que se quieren iniciar), o el temor razonable del policía para exponer su vida por un sueldo miserable, o, al menos en Ciudad Obregón, la marcada división clasista (hasta geográfica) que excluye a unos y justifica a otros.  Esas y muchas otras condiciones ayudan a que ese joven elija el sicariato como forma de vida breve, y quizá, en otro tipo de sociedad, fuera simplemente un universitario promedio.

Sin embargo, las condiciones no excluyen la responsabilidad personal de quien ejerce el mal. Ese mal que es algo tan ordinario y cotidiano. Ese mal que nos hace despertar y gritar (siempre en redes), pero, pasada la euforia del momento indignante, volvemos a nuestras tareas cotidianas, y el mal vuelve a ser banal, trivial, sin trascendencia, hasta el próximo evento impactante.

Habría que decir como Arendt, refiriéndose ella a los campos de concentración nazis, y que puede aplicarse a nuestra querida Cajeme: “Realmente era como si se hubiera abierto un abismo…Esto no debería haber sucedido. Y no me refiero solo a la cantidad de víctimas…Esto no tendría que haber pasado. Allí sucedió algo con lo que no nos podemos reconciliar. Ninguno de nosotros puede hacerlo” (Arendt, “¿Qué queda? Queda el lenguaje”).

 

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