(1957)
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En aquellos días de mis diez años había un ârbol que trepaba para estar a solas conmigo. Yo, un niño oculto en el interior de su fronda, atalaya desde donde podía atisbar a las personas que transitaban por la banqueta de la acera sin que ellas se dieran cuenta de mi presencia.
Aquel Laurel de la India era también un escondite ideal para escapar de mi padre, cuando por alguna desobediencia nos perseguía cinturón en mano para darnos una buena cueriza por mal mandados.
Plantado en el prado frente a la zapatería del barrio, ---la Zapatería Alonso, la única tienda de zapatos en la ciudad donde era posible adquirir a crédito un par de bostonianos Canadá, ya que en esa época pocos podían comprarlos de contado--- aquel yucateco, como se le conocía popularmente, con su espesa fronda verde oliva, era fortaleza inexpugnable donde nuestra infancia de barriada, rapaz y pendenciera, podía desaparecer en un segundo del mundo visible.
A su vez, la Zapatería Alonso, donde alguna vez mi madre compraría para mí unos choclos de diseño italiano, en esa época hacía el papel de las actuales Coppel.
Alonso, un señor regordete y bastante calvo para su edad, era nuestro vecino y dueño de aquella sui generis zapatería, y había iniciado aquel negocio en cambaceo, vendiendo y cobrando de casa en casa montado en una bicicleta donde transportaba algunas cajas de finos zapatos de vestir, calzado de marca con la suela de vaqueta usual en esos años en los que aún no se avizoraba el Neolite.
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La ciudad en esa época estaba en ciernes, con su Mercado Municipal en el centro de una cuadrícula de calles trazadas por una compañía norteamericana, contaba ya con El Nuevo Mundo, una tienda para vestir a la clase pudiente donde también vendían calzado fino, pero en este negocio el sistema de crédito no estaba entre sus ofertas. Debido a esto, la Zapatería Alonso con su sistema de cambaceo daba acceso a calzado de marca a una clase media que en esos años constituía la mayor parte de la población.
Pero en aquellos días de mis diez años yo no pensaba aún en zapatos bostonianos, lo importante para mí era entonces la plazuela frente a mi casa, traspatio donde mi niñez podía jugar todos los juegos del mundo aunque el mundo ya hubiese jugado sus juegos, lo mismo que el Caudillo revolucionario en aquellos días con treinta años de haber sido asesinado muy lejos de mi ciudad que hoy lleva su nombre, la ciudad donde vivió la Plazuela de mi infancia, muy cerca de la Zapatería Alonso y no lejos de un fértil valle de miles de hectáreas de cultivo donde cada septiembre llegaba la zafra del algodón con un hormiguero de humildes pizcadores venidos del sur del país para ganarse unos pesos por cada kilo de fibra cosechado bajo un sol calcinante.
La compra masiva de enseres en el comercio local de estos estoicos jornaleros, dejaba en la ciudad una derrama económica añorada cada ciclo de siembra por los comerciantes del Mercado Municipal, como mi padre que sólo en la zafra del algodón vendía pabellones de tela mosquitera como pan caliente.
Alguno de mis amigos de Secundaria con parientes agricultores, trabajaban durante las vacaciones escolares en los campos agrícolas como pesadores de costales
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Repletos de la fibra producto de su afanosa pepena sobre la inmensa y candente planicie donde pagaban al jornalero el peso del costal en kilos.
Valle y ciudad fueron entonces simbiosis agrícola, años del oro blanco en los que las compañías despepitadoras como Anderson Clayton y otras transnacionales enviaban la fibra al extranjero.
Ya para terminar esta maltrecha crónica, debo decir que el laurel hindú de mis diez años es ahora un poste de concreto de la Comisión Federal de Electricidad, y los pájaros en su fronda un distribuidor de cables que apuntan según la rosa de los vientos.